Pedro de Valdivia, electo Gobernador y Capitán General en nombre de SM por el Cabildo, justicia y regimiento, y por todo el pueblo de Santiago, determinó viajar a Perú ante los falsos rumores que habían llegado del asesinato de Francisco Pizarro -lo que ocurrió en efecto posteriormente-, nombrando a don Alonso de Monroy como su Teniente de Gobernador y Capitán General.
Se hallaba éste al frente de la ciudad por ausencia de Valdivia, cuando ocurrió un hecho que revestía enorme gravedad, y que dio lugar a la primera intervención policial en Chile.
La continua guerra con los indios, la pobreza del país, el hambre y las penurias que soportaban a diario habían hecho mella en la voluntad de muchos españoles, en quienes se despertó el deseo vehemente de regresar al Perú.
Sabedores sin embargo de que Valdivia, a diferencia de Almagro, no consentiría jamás en renunciar a su empresa, y que tampoco les permitiría abandonar el país pues sin la gente suficiente le sería imposible llevarla a cabo, decidieron darle muerte tan pronto regresara a Santiago para luego abandonar Chile definitivamente.
Se sumaba al desengaño y descontento de algunos la presencia entre las huestes de Valdivia de los partidarios de Almagro, quienes venían ya desde el Perú concertados para asesinar a Valdivia por esta época, en tanto los que permanecían allá harían lo propio con Pizarro.
Eran, por consiguiente, numerosos los españoles implicados en la conspiración, lo que aseguraba el logro de sus propósitos.
Alonso de Chinchilla, uno de los promotores del motín, con la certeza del éxito de la conspiración, colocó un pretal de cascabeles a su caballo y salió a correr por la plaza para manifestar su regocijo, alborotando al vecindario.
El Alguacil Mayor Juan Gómez le aprehendió de inmediato y, no existiendo cárcel todavía en la ciudad, utilizó su propia casa para encerrar al preso. Sea porque se vislumbrara quizá lo que estaba ocurriendo, o simplemente por los antecedentes de Chinchilla y sus públicas intenciones de asesinar a Valdivia, el Teniente de Gobernador Alonso de Monroy ordenó al Alguacil Mayor mantener al preso estrictamente incomunicado y, especialmente, con su propio suegro que era nada menos que el procurador Antonio de Pastrana.
Cumplió cabalmente su misión el Alguacil Mayor, y fue por cierto bastante sagaz puesto que al revisar en forma concienzuda la comida que desde su casa se enviaba al preso, su diligencia le llevó a tomar la precaución de partir un pan cocido al rescoldo que iba con la comida, descubriendo en su interior una pequeña misiva.
“No confeséis, porque no sabe nada”, decía la nota, que Juan Gómez alcanzó a leer. Chinchilla, al ver que el Alguacil sacaba un papel desde adentro del pan comprendió inmediatamente de qué se trataba y las graves consecuencias que para él mismo y para todos los conjurados podría tener el contenido del mensaje, y abalanzándose sorpresivamente sobre el Alguacil, le arrebató el papel de las manos, se lo echó rápidamente a la boca, y lo tragó.
Su atrevida acción, absolutamente inútil desde que el Alguacil había alcanzado a leer la carta, no hizo sino agravar su situación, y es de suponer que fue sometido a tormento porque existen testimonios de que sí se le aplicó a otro de los conspiradores. Bartolomé Márquez. También se hallaban presos Pedro Sancho de Hoz, Antonio de Pastrana, don Martín de Solier, Martín Ortuño y Sebastián Vásquez.
Se despachó un mensajero a mata caballo a comunicar la noticia a Pedro de Valdivia, quien emprendió esa misma noche su regreso a Santiago. Impuesto en detalle de lo sucedido, ordenó la inmediata instrucción de un proceso que llevó el escribano Juan de Pinel, “guardándose los términos que el derecho en tal caso manda, ese pronunció sobre cada preso su sentencia, la cual se ejecutó en sus personas”.
El hecho revestía extrema gravedad, pues asesinar a Valdivia en esos momentos y circunstancias significaba desencadenar una guerra civil entre los españoles, dejándolos diezmados e inermes frente a los indios, que sólo esperaban una ocasión propicia para aniquilarlos.
La pena no podía ser sino la de muerte.
“Hallé culpados a muchos -dice Valdivia en una carta al emperador Carlos V- pero por la necesidad en que estaba, ahorqué cinco, que fueron los cabecillas. Y disimulé con los demás, y con esto aseguré la gente. Confesaron en sus deposiciones que habían dejado concertado en las provincias del Perú con las personas que gobernaban a D. Diego, que me matasen a mí acá por este tiempo, porque así hacían ellos allá al marqués Pizarro por abril o mayo”.
De igual manera, y según el concepto actual de policía, quienes primero cumplieron en Chile los roles y oficio de ésta fueron los Alguaciles, establecidos para dar eficacia al incipiente Derecho Indiano y, en subsidio, al de Castilla.
Si bien la justicia era administrada por el Gobernador (*), los alcaldes ordinarios, y más tarde la Real Audiencia, el valioso auxilio de los Alguaciles fue imprescindible para llevar a cabo sus mandamientos, a la vez que para realizar una efectiva función preventiva de delitos mediante sus velas y rondas nocturnas, pudiendo aprehender, en todo momento y sin necesidad de mandamiento previo, a los delincuentes sorprendidos in fraganti (**).
Jorge Valderrama Gutiérrez
* El primer conspirador ajusticiado, que debe haberlo sido el día 9 de agosto, fue Chinchilla -de 26 años de edad, hombre vicioso, liviano y jugador- al que se ahorcó en el cerro Santa Lucía. “Sacaron a ahorcar fuera de la ciudad, en un cerrillo donde está ahora la ermita de Santa Lucía, al dicho Chinchilla, y el bachiller Rodrigo González lo salió a acompañar y a confesar”, narra un testigo. Ese mismo día se ajustició al vizcaíno Martín Ortuño y al día siguiente fueron ajusticiados el procurador de la ciudad, Antonio de Pastrana -de 41 años- y Bartolomé Márquez. Sebastián Vásquez, que había sido condenado a la horca igual que los demás, obtuvo de Valdivia el perdón cuando ya se había confesado para ser ejecutado.
** Existió un acuerdo policial tomado por el pueblo de Santiago en 1554, reunido en Asamblea en la plaza pública, y presidido por su Cabildo, resolvió que cada vez que las autoridades pidieran favor y auxilio a nombre del Rey, los ciudadanos quedaban obligados “a concurrir” con armas, caballos y demás elementos para asegurar la paz, el orden interno y la tranquilidad de la población. Medida que con el paso de los años resultó ineficaz para reprimir los delitos -sobre todo contra la propiedad- que cada vez se hacían más frecuentes.