Si mal no recuerdo, dos tiranos (Diego Portales y Arturo Alessandri) y un dictador (Augusto Pinochet) impusieron las Constituciones de 1833, 1925 y 1980, en ese orden. Valga hacer la diferencia entre tirano y dictador: Una tiranía es cuando quien llega a gobernar lo hace mediante el voto popular y un dictador es aquel que llega a gobernar sin el voto popular, más bien con el poder de las armas-
Portales fue apoyado por el general Joaquín Prieto, Alessandri por el inspector del ejército Mariano Navarrete y la de Pinochet se obtuvo por la sagaz y perversa mentalidad de Jaime Guzmán. Así la historia nos demuestra y enseña que en los tres casos hubo alianza cívico- militar que dejó totalmente fuera el concepto, que hoy se desprecia tanto como entonces: “La soberanía Popular”
El 2005, Ricardo Lagos siendo presidente y sus ministros firmaron, mirando orgullosos las cámaras, una Constitución “imperiosa” que fue maquillada. La mayoría de los que pusieron su firma se mostraron arrepentidos después de haber puesto su rúbrica para tan tamaña mascarada.
Las Constituciones fueron el instrumento fundamental de la ideología liberal que terminó por destruir el Antiguo Régimen, para después convertirse en el instrumento de la así denominada democracia, aunque hayan existido y existan sistemas políticos no democráticos que han tenido y tienen Constituciones, como el franquista que abominaba el término y el concepto en sí.
Desde Rousseau hasta los fundadores de Estados Unidos pensaron que toda Constitución debe ser validada por un plebiscito que exprese taxativamente la soberanía popular. La Constitución de 1833 fue refrendada por una asamblea de notables, mientras que las de 1925 y de 1980 fueron plebiscitos fraudulentos que carecieron de validez jurídica.
Los conceptos, soberanía popular y supremacía de la Constitución, son categorías que utiliza extraordinariamente bien el gobierno para su beneficio, se les atragantan a los juristas, perturba e inmoviliza a los jueces y ha servido a algunos legisladores como Patricio Melero, que ha sido electo de forma consecutiva en las últimas ocho elecciones, y ya suma 31 años en su cargo, mismo periodo que el demócrata cristiano José Miguel Ortiz que obtuvo el 8,7% de las preferencias, aunque con la nueva ley que se equivocaron en legislar, no podrán seguir mucho más tiempo en el congreso. Por esos motivos, todos ellos, desde lo más íntimo de su ser y cuidando sus intereses, razonan como si fueran principios ajenos el uno del otro y casi nunca logran establecer una relación de origen entre ellos.
Los dividen de tal manera que han hecho posible que esos conceptos funcionen cada uno en su propia esfera (del poder y de la comunidad). En la historia del pensamiento jurídico y político, en realidad se trata de dos puntos de vista contrapuestos y enemigos. Se trata del postulado de Rousseau, el gran pensador ginebrino, que consistía en que el pueblo decide qué leyes se da que él plasma en “El Contrato Social” obra cumbre de la filosofía política que trata sobre la libertad e igualdad de los hombres bajo un Estado instituido por medio de un contrato social y al cual muchos historiadores le dan el mérito que este libro fue uno de los muchos incitadores de la Revolución francesa por sus ideas políticas, y de Kant, el gran filósofo alemán, que sostenía que la ley es soberana porque es un dictado de la razón y en su elaboración no tiene nada que ver el voto del pueblo.
Casi todas las constituciones en el mundo dan la razón a Rousseau –aunque pocas, como la de Islandia, han logrado que el constituyente sea el creador original de la Constitución en representación del pueblo-, pues estipulan que derivan de la voluntad del pueblo, que es el origen sine qua non de todas sus instituciones, comprendidas sus leyes. La supremacía constitucional se debe a ese principio fundador, pues es la voluntad popular la que debiera determinar la letra y palabra de la ley suprema de la Constitución, sus leyes y los tratados internacionales que signa su gobierno y refrenda el Senado.
El plebiscito, en nuestro país, fue extremadamente inusual por el contexto en el cual se originó y producto de los intereses partidarios. En octubre de 2019, se inició una ola de protestas masivas, que se extendieron por meses. En medio de un estallido social de proporciones nunca antes experimentado, las principales fuerzas políticas del país convinieron un “Acuerdo por la Paz Social” cuyo eje central contemplaba un plebiscito constitucional. Así, la nueva Constitución se convirtió en una estrategia política de usurpación a los generadores del conflicto social para desarticularlos.
La demanda por una nueva Constitución la impuso astutamente los partidos a modo de sobrevivencia que dio buenos resultados, sin ser demanda perentoria de la ciudadanía movilizada que no se articuló en torno a un líder, agrupación o movimiento ni se movilizaron por una reforma concreta.
El estallido se debió a que el país enfrentaba una profunda crisis de legitimidad, expresada en escasos niveles de identificación partidaria, confianza en las instituciones y participación política. Apelar tener una nueva Constitución producto de la deliberación, le dio oxígeno a los partidos.
Instrumentalmente, la Constitución está mañosamente pensada por la élite –léase miembros de partidos políticos, gremios empresariales, otros- para mantener el statu quo, como los 2/3, a través de diversas reglas que obstaculicen el cambio, y no para procesar institucionalmente las demandas acumuladas y el descontento de todo un pueblo.
No obstante que la mayoría del pueblo chileno era partidaria de convocar a una Asamblea Constituyente con miembros elegidos democráticamente surgidos de los propios ciudadanos para la redacción de una Carta Magna, los partidos dieron un portazo dejando en la calle esa posibilidad, mientras ellos gozan del confort de la casa construida con manos ciudadanas.
Mario Toro Vicencio
Escritor y Poeta