En pocos días más, el domingo 25 de octubre, Chile enfrentará una de las decisiones más trascendentales de su historia. El plebiscito, acordado tras el estallido social del año pasado, permitirá a la ciudadanía responder a una gran pregunta: ¿Estamos o no de acuerdo en que necesitamos una nueva Constitución?
Por más de dos siglos, hemos coincidido en que los procesos democráticos deben tener una sólida base que regule la convivencia social. Algunas Constituciones fueron de larga vida, como la de 1833, respetada incluso en medio de una guerra, la del Pacífico, sin que se alterara mayormente la normalidad. Pero, con el tiempo, se hizo evidente que requería ser modernizada, como ocurrió en 1925.
Más, tarde, hace 40 años, para hacer frente a sus supuestas debilidades, esa Carta Fundamental fue sometida una cirugía mayor. Entonces, como parte del afán fundacional de la dictadura, se permitió que la ciudadanía expresara -en teoría- su voluntad. Pero era imposible hacerlo sin libertad de expresión, sin debates públicos, sin registros electorales, sin otros controles que los del propio gobierno.
En unos días más, plebiscito mediante, tendremos la primera oportunidad de participar en el proceso constituyente desde su origen. Ello, por supuesto, no garantiza su éxito. Tampoco será la solución mágica de los graves problemas acumulados. La oportunidad que tenemos por delante es histórica ciertamente, pero pudo concretarse en mejores condiciones. Lo peor es la pandemia. Pero hay que tener en cuenta el estallido social que obligó al acuerdo, y, sin embargo, lo ha ensuciado con la violencia y los desmanes.
El “despertar” de Chile se produjo, en rigor, por una suma de insatisfacciones que cruzan toda nuestra existencia, desde la salud y la educación hasta la vivienda y la previsión. Lo que se hizo evidente el 18 de octubre del año pasado fue la toma de conciencia de una deliberada falta de participación en casi todas las instancias de nuestra vida cotidiana.
Es cierto que el “modelo” produjo un notable crecimiento económico y eso explica la cerrada defensa de sus partidarios. Pero no fue suficiente.
No se reconoce, por ejemplo, una falencia básica: el permanente atropello a la dignidad de las personas, hombres y mujeres; sobre todo pobres y marginados. Ha sido denunciado, pero no se cambió en los años de democracia, más que nada por el tenaz rechazo de los sectores conservadores. Para ellos, las políticas impuestas por los Chicago boys, han sido fuente de buenos negocios en empresas y servicios convenientemente privatizados.
Quienes hoy vociferan contra los gobiernos democráticos por no haber hecho antes los cambios que se requerían, ignoran su propia responsabilidad. Profitaron sin sentimientos de culpa del binominal; los senadores designados, y los sesgos favorables del tribunal constitucional. Con tozuda falta de sensibilidad, paralizaron implacablemente las reformas que ahora prometen realizar en menos de dos años.
Lo que viene después del plebiscito no será fácil. Pero habría sido más llevadero si la derecha hubiese tenida la grandeza que ahora exige a los demás, si no hubiese recurrido, constantemente, a exageradas campañas catastrofistas.
Los pronósticos equivocados han terminado por convertirse en su peor bandera.