Un sector de chilenos leales a Pinochet, que cantan la tercera estrofa del himno nacional cuando pueden y que consideran injusto que haya militares presos en Punta Peuco, insisten en que lo que importa es el futuro. Sostienen que no hay que remover las heridas del pasado. En otras palabras, junto con ignorar la violación sistemática de los derechos humanos a partir de 1973, aseguran que lo mejor que nos pudo pasar fue la imposición del modelo de Chicago.
Cualquier cambio, nos aseguran, pone en riesgo la estabilidad y la inversión extranjera.
Paradojalmente, en el otro extremo, hay quienes, aunque proclaman que “Chile despertó”, en el fondo están de acuerdo con los nostálgicos. Su lema lo dice todo: “No fueron 30 pesos, fueron 30 años”. Al parecer, Nicanor Parra tenía razón: “la izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas”.
En este tormentoso momento hay que esforzase por hacer un análisis más ecuánime.
Reconozcamos, en primer lugar, que Churchill sigue teniendo razón: la democracia es el sistema menos malo. En 30 años, pese a deficiencias innegables, pudimos convivir sin grandes sobresaltos, gozando de libertades básicas, empezando por la libertad de expresión.
En esos 30 años el error fue no haber desatado a tiempo las amarras del régimen militar.
Al comienzo, con el propio Pinochet eternizado en su papel de comandante en Jefe del Ejército y toreando a las autoridades civiles, no era posible hacer muchos cambios de fondo. Pero, en algún momento, a fines del siglo pasado, se abrieron las posibilidades de reforma. Después de Londres Pinochet dejó de ser un peligro para la democracia y, lo más importante, descubrimos que la revolución tecnológica nos había devuelto el arma más poderosa: la libertad de expresión. De este modo, las denuncias acerca de los abusos, de la prepotencia individual y colectiva, de la colusión de empresas, de la exportación de capitales a paraísos fiscales y la comprobación de que el “Mercedes” de las pensiones no daba siquiera para “citrola”, empezaron a ser tomadas en serio.
En estos años, hizo explosión algo que venía incubándose y que no queríamos aceptar: la corrupción. Ahora ya tenemos una certeza 2.0: la corrupción es transversal y llega a montos astronómicos.
A comienzos del siglo XXI se superó el punto de no retorno. La huella de la dictadura se hizo evidente. Descubrimos que, pese a los avances legales, se perdieron valores fundamentales.
La ética se convirtió en letra muerta, igual que la solidaridad y respeto de la dignidad de las personas.
Hoy se nos dice que el país está en grave peligro por la acusación constitucional y el cobro de cuentas a quienes abusaron de su posición aprovechando dineros públicos en beneficio propio.
Esa argumentación es un pobre recurso retórico. La verdad es más simple: quienes han puesto en riesgo la imagen del país no son los que denuncian. Son aquellos que hoy están enfrentando a la justicia y a la opinión pública; quienes convirtieron negocios legítimos en indefendibles fuentes de riqueza al margen de la ley. Y, en definitiva, dejaron al margen de los eventuales beneficios del “milagro” chileno a la inmensa mayoría de nuestros compatriotas.
Nunca es demasiado tarde. Ojalá seamos capaces de reaccionar de manera democrática en las próximas jornadas, y comencemos a recuperar la ética y la solidaridad.