Introducción: un país que alguna vez fue modelo
Argentina alguna vez fue símbolo de prosperidad. En 1913, se ubicaba entre los diez países con mayor PIB per cápita del mundo. Era la joya del Cono Sur, el granero del planeta, un faro para inmigrantes europeos que huían de guerras y pobreza. Pero esa historia quedó atrapada en los libros. Lo que vino después fue una de las secuencias más elocuentes de decadencia económica sostenida en tiempos de paz.
La historia moderna de su decadencia comenzó antes de Juan Domingo Perón, pero fue con él que se institucionalizó una matriz populista con fuertes componentes de redistribución del ingreso, nacionalismo económico y dependencia estructural del Estado. El peronismo, en su versión original, consolidó una cultura política basada en la tutela estatal, el subsidio permanente y la creación de un “pueblo protegido”, en contraposición a “la oligarquía”, culpable simbólica de todos los males.
Esa visión binaria de la economía, donde los sectores productivos eran a veces tratados como enemigos ideológicos y otras como fuentes de saqueo fiscal, ha sido una constante desde entonces. Gobiernos civiles y militares, neoliberales y progresistas, todos compartieron una característica: no lograron resolver el ciclo de inflación crónica, déficit fiscal y pérdida de confianza en la moneda.
La casta, el relato y el nuevo mesías
La llegada de Javier Milei al poder fue el resultado lógico de una sociedad harta. El hartazgo con la casta política tradicional, la corrupción, la mentira estadística y el colapso económico abrió paso a un discurso disruptivo, mesiánico, con tono de cruzada y fondo de ajuste brutal.
Milei prometió libertad económica, fin del Estado elefantiásico y apertura al mercado. Pero en la práctica, su programa ha significado recortes abruptos, concentración del poder económico en pocos sectores exportadores, demolición de redes sociales sin alternativa y una recesión que ya ahoga a millones.
Su retórica mística —donde el sufrimiento es la purificación necesaria para llegar al paraíso del libre mercado— ha generado una tensión inédita. El pueblo no solo sufre, sino que se le exige que agradezca ese sufrimiento como paso necesario.
El FMI: pacto con el diablo
En este contexto aparece, como siempre, el Fondo Monetario Internacional. No como socio, sino como gestor global de la usura moderna. Su rol en la tragedia argentina ha dejado de ser técnico para ser estructural. El FMI no presta dinero para el desarrollo. Presta para condicionar.
Cada “desembolso” va atado a una serie de exigencias que, en cualquier otra soberanía, serían inaceptables: recortes al gasto social, reformas previsionales, metas de emisión, tipos de cambio artificiales y reformas estructurales que alteran incluso el tejido político de un país.
¿Quién gobierna, entonces? ¿El gobierno local o el Fondo?
El FMI no ignora que Argentina tiene reservas negativas. No desconoce que los bancos no están respaldados por riqueza real, sino por la promesa vacía de un Banco Central sin poder y sin dólares. Y aun así, continúa girando dólares en cuotas, con el cinismo técnico de quien alimenta al paciente justo lo suficiente para que no muera, pero no lo suficiente para que se recupere.
Este juego no busca salvar a Argentina. Busca administrar su decadencia, estirarla, contenerla lo justo para evitar que el default se convierta en pandemia regional.
Y mientras tanto, el país se endeuda con la ilusión de que “ahora sí” saldrá adelante, sin notar que lo que se entrega a cambio no es solo capacidad de pago, sino capacidad de decidir. Las políticas no se diseñan en Buenos Aires, se reciben desde Washington. El “plan económico” se mide en hojas de Excel, no en hambre, ni en cloacas, ni en aulas.
Hacer negocios con el FMI es —en palabras crudas— como hacer un pacto con el diablo: un breve tiempo de calma a cambio de un precio eterno. El sufrimiento no se negocia, se posterga. Y en ese contrato no escrito, lo que se entrega no es solo riqueza futura, sino el alma de la nación: su autodeterminación, su dignidad y su derecho a equivocarse sin tutores imperiales.
La resignación como política de Estado
Pero quizá lo más doloroso no sea la crisis en sí, sino la aceptación resignada. En las calles, en los cafés, en las universidades, se escucha una frase que lo dice todo: “Argentina es así, viste…”. Ese suspiro colectivo refleja más que frustración: refleja abandono. Es una forma de rendirse antes de empezar.
Cuando un pueblo deja de indignarse, deja también de construir. Cuando la pobreza deja de doler, cuando el desorden se transforma en cultura, cuando la excepción se convierte en norma, el futuro se disuelve.
Los jóvenes ya no sueñan con progresar, sueñan con irse. Las familias ya no planifican, sobreviven. Y las empresas ya no invierten, se protegen. La Argentina se está vaciando desde adentro, emocional e institucionalmente.
El espejo de Evita
En este contexto, resuena con fuerza una de las frases más icónicas de la historia argentina: “No llores por mí, Argentina”. Evita no solo se despedía del pueblo; parecía susurrar algo más profundo, como si presintiera que no era su muerte la tragedia, sino la que vendría. Que el verdadero llanto no era por ella, sino por el pueblo que tanto dijo amar y que sufriría décadas de frustración, abandono y ciclos sin salida.
Aquella frase, inmortalizada como símbolo de amor y despedida, hoy adquiere un nuevo sentido: una advertencia anticipada del dolor estructural que vendría para quedarse.
J P Morgan y el negocio del default
¿Qué gana J P Morgan con empujar un nuevo default? No aspira a cobrarse en dólares —divisa que escasea— sino a capturar riqueza real: litio, shale-gas, petróleo y, ahora, la veta de cobre más grande hallada en décadas. En mayo de 2025, la alianza BHP–Lundin anunció que el proyecto Filo del Sol/Vicuña, ubicado justo en la frontera entre San Juan (Argentina) y la Región de Atacama (Chile), contiene aproximadamente 13 millones de toneladas de cobre, además de volúmenes récord de oro y plata. Es el mayor descubrimiento greenfield de la región en los últimos 30 años.
Este no es un movimiento nuevo. En noviembre de 2001, días antes del tristemente célebre “corralito” de Cavallo, las filiales de los grandes bancos extranjeros —entre ellos J P Morgan— alertaron a sus clientes corporativos para retirar fondos, lo que aceleró la fuga de capitales y precipitó la cesación de pagos. Veinticuatro años después, el banco repite la jugada: el 27 de junio de 2025, J P Morgan publicó un informe recomendando desarmar posiciones en pesos y salir del riesgo argentino, anticipando un nuevo episodio de desestabilización.
El cruce entre poder financiero y conducción política tampoco es inocente. El actual ministro de Economía, Luis “Toto” Caputo, fue jefe de Asset & Liability Management en J P Morgan Argentina antes de ingresar a la función pública. Varios otros técnicos del actual gabinete económico también provienen de ese mismo entorno corporativo.
Todo esto configura un esquema que se parece menos a una estrategia financiera y más a un acto de coerción violenta: como un delincuente que toma del cuello a su víctima para obligarla a vaciar el cajero automático. Aquí, la víctima es un Estado, y el objetivo es forzar el default para embargar recursos estratégicos a precio de liquidación. Todo, ante la mirada impasible —y muchas veces cómplice— de la comunidad internacional.
La salida existe
Y sin embargo, la salida existe. No está en Washington. Está en casa. Está en la región. Está en la tierra, en la energía, en la producción, en la voluntad de reconstruir.
Argentina debe dejar de mirar al norte con sumisión. Estados Unidos, el país más endeudado del planeta (más del 105% de su PIB), no salvará a nadie. Sus políticas están dominadas por una elite financiera que vive de la especulación, y su moneda, el dólar, ya no representa un valor real sino una ficción sostenida por deuda infinita.
¿Qué ocurrirá el día que el yuan se transforme en la unidad de referencia del comercio internacional? ¿Cómo responderá Wall Street cuando el eje del mundo haya girado definitivamente al Este?
Argentina debe mirar a Asia y Asia Menor, que hoy representan el 42% del PIB industrial global. Y al mismo tiempo, debe integrarse con sus vecinos latinoamericanos, utilizando sus canales comerciales, exportando su producción a través de ellos, accediendo a mejores aranceles y compartiendo retornos desde la producción y no desde el endeudamiento.
Debe abandonar el romanticismo del dólar. Revalorizar el peso, pero con producción real. Activar su industria, invertir en ciencia y tecnología, modernizar su agro, encender sus fábricas, educar para el trabajo y no para la fuga.
Y sobre todo: vender su producto con dignidad. Comer de lo que crea. Vivir de lo que trabaja. No de la limosna ajena.
Epílogo: despertar antes del abismo
El pueblo argentino no merece más humillación. No debe seguir mendigando mientras posee una de las geografías más ricas del planeta. Pero para salir del laberinto, primero debe dejar de creer que el laberinto es normal.
La historia dirá si Milei fue un punto de inflexión o solo otro capítulo en la larga novela del colapso. Pero lo que ya sabemos es que los países que se resignan al abismo rara vez encuentran el camino de regreso.
Rodrigo Araya Attoni
Director de Innovación – AR Consultora
Analista Independiente | Especialista en Transformación Financiera y Geoeconomía Regional