La respuesta es nadie. Los acérrimos defensores de esta constitución que por años impidieron cambios reales, hoy le han dado la espalda dejándola completamente huérfana. Ni siquiera ese casi 20% que votó rechazo en el plebiscito de entrada hoy hace esfuerzos por defenderla, quienes, sin cambiar su permanente repudio a la constitución que la Convención propone votar en el plebiscito de salida, ahora lo hacen supuestamente ya no para mantener la constitución de 1980, sino para modificarla o incluso, según ellos, reemplazarla por otra distinta.
En su impaciencia a que sea la democracia la que hable el próximo 4 de septiembre, no escatiman esfuerzos por intentar torcer el sentir ciudadano mediante la promoción de acuerdos políticos cupulares de una tercera vía constitucional distinta al apruebo o rechazo. Sin temor a equivocarme, lo que la gran mayoría de chilenos reclamó en las calles fue una democracia directa y abierta, no una acordada entre connotados encerrados en sus oficinas. Se plantea que sea el congreso el que proponga una alternativa a la ciudadanía, incluso reviviendo proyectos constitucionales como el de la expresidenta Bachelet, tan criticado antes y tan añorado hoy por sectores de derecha. Sin embargo, su falta de apego democrático los hace pasar por alto una importante consideración: en el plebiscito de entrada no sólo se aprobó votar por crear una nueva “Constitución”, sino también que el órgano encargado de redactarla fuera una “Convención Constitucional”, y no una convención mixta integrada por el congreso.
Estas tardías propuestas por forzar terceras salidas no son más que desesperos por burlar las reglas que la ciudadanía acordó en las urnas y que no hacen más que rememorar añejas costumbres tan criticadas de la vieja política.
Para quienes han mantenido su postura del rechazo sería más honesto perseverar en su defensa de lo que por años fue su idea de un jaguar u oasis de Latinoamérica sustentado en la constitución del 80, que hacer creer que ahora sí quieren cambiarla. La falta de identidad de la derecha hacia sus convicciones es la razón de su crisis de representación política, ya que incluso no trepidan en renunciar a la constitución que los mantenía unidos con el fin de acomodarse a las voluntades mayoritarias bajo voluntarismos cosméticos de promesas de cambios. Si su ideal de país era el de antes y se sienten tan incómodos con todo lo sucedido desde el estallido social, entonces ¿por qué dejaron huérfana la constitución de 1980?
No quieren la constitución del 80 pero tampoco la que se propone, y nos bombardean con ideas apocalípticas de las tan repetidas y conocidas campañas del miedo, amañando interpretaciones antojadizas de lo que dice o no dice la propuesta de borrador constitucional. Lo cierto es que ya es tarde, y estas oportunistas empatías derechistas hacia ese clamor ciudadano por una nueva constitución, más se parecen al “gatopardo”, es decir, la intención interesada de aceptar lo inevitable para poder conservar su influencia y poder.
Sumado a las campañas de miedo, nos dicen también que la nueva constitución está plagada de incertezas. Curiosamente, en esto puede que tengan algo de razón, pero frente a tal incertidumbre solo tenemos una certeza: el riesgo de la inacción.
Sin embargo, a diferencia de cómo las plantean, las incertezas son precisamente las fortalezas de la constitución que se propone, ya que a lo que debe propender cualquier carta magna es a no amarrar una idea de sociedad sino ser lo suficientemente flexible para dar espacio a la amplia diversidad que permita su adecuación a la cada vez más rápida evolución social.
Una constitución, junto con organizar los poderes del Estado, debe darnos los principios, derechos y obligaciones de lo que soñamos como país, de manera que sus miembros puedan vivir bajo la tranquilidad que les ofrece la existencia de un marco jurídico estable que, por un lado, proclame y garantice el desarrollo pleno de los individuos que integran dicha comunidad, y que, por el otro, busque hacer posible la inclusión social mediante la copertenencia de la autonomía individual y la autodeterminación democrática sin más limitación que la natural evolución que el país se autoimponga. Este amplio espíritu explica la razón que en el proyecto de constitución propuesto conlleve muchas delegaciones a leyes futuras que tendrán que ser creadas y promulgadas.
Entonces, evidentemente hay riesgos, y deberá resolverlos el Congreso de la República, incluso el actual, pero frente a este riesgo está la certeza que lo que teníamos antes no funcionaba del todo o en gran parte, derivando en un estallido social que aún no hemos dejado atrás.
La ciudadanía, de aprobarse esta nueva Constitución, le dará una nueva oportunidad a nuestra clase política, quienes deberán plasmar en leyes el sentir ciudadano que de manera genérica estará esbozado en la constitución. ¿Hay riesgos entonces en que nuestro actual y futuro congreso implementen la constitución? Me atrevo a decir que no, ya que, con todos los defectos de nuestros parlamentarios, es difícil ver en el congreso una cueva de fanáticos reaccionarios.
La certeza está en nuestra historia, no la de los vecinos, comparémonos con nosotros mismos y nuestro genuino convencimiento en el poder de la democracia. Confiamos en las urnas para derrotar una dictadura sangrienta y confiamos también en el voto para darnos una salida civilizada a un estallido que puso en jaque nuestro país, gobierno incluido. Dejemos entonces que la democracia nuevamente haga lo suyo, las reglas están dadas, solo queda seguir confiando en Chile y su gente.
José Ignacio Cárdenas Gebauer
Abogado autor del libro “El Jaguar Ahogándose en el Oasis”
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