Para tenerlo claro, nada mejor que dar algunas cifras de la realidad de los partidos políticos. Tres de cada cien chilenos están afiliados a un partido político, según un informe del Servicio Electoral (SERVEL). Cabe destacar que la presencia de mujeres llega en esta incorporación al 52% del total.
Los registros de afiliados de los 28 partidos que conservaron su vigencia al 31 de diciembre quedaron integrados por 549.197 militantes activos, entre los ratificados y los nuevos inscritos, precisó el estudio.
El informe también detalla que 40.936 personas se retiraron de las tiendas políticas. El SERVEL agrega que 720.629 antiguos militantes no realizaron el trámite de reinscripción en su partido dentro del plazo legal, quedando suspendidos de sus derechos de afiliados.
Si se toma en cuenta, además, que en la elección de Gobernadores votaron dos de diez electores, sólo el 19% del padrón, se entiende perfectamente por qué en la Cámara baja del Parlamento se acaba de aprobar el proyecto de ley de voto obligatorio.
Se puede aducir que la baja votación se debe a que pocos sabían las funciones y atribuciones de un/a gobernador/a, pero la verdad es que la ciudadanía no cree en las instituciones, en general, y fue convocada a votar para la instauración de una nueva Constitución después del “estallido social”, que fue usurpado por los partidos. La visión mayoritaria es que son partidos corruptos con un solo interés que es el poder, lo que no convoca a la ciudadanía a asistir a las urnas.
Ahora bien, para sostener dicha aseveración y hacerme cargo de lo expresado en el párrafo anterior, leí a varios juristas y abogados, a un profesor de la Universidad de Chile, en particular. Así me permitiré “volcar” en este la información adquirida sobre el voto como un derecho y el voto obligatorio.
Cuando se formula el problema del derecho electoral en el plano de la teoría general del Estado, hay que reconocer que:
A) Los ciudadanos no pueden tener parte en el ejercicio de la soberanía sino en virtud de la Constitución. Cuando el elector acude a sufragar, no lo hace como parte del cuerpo nacional, que por tal motivo tiene un derecho preexistente a la ley del Estado, sino que “vota en virtud de una acción que le concede la Constitución”, y en razón de un título otorgado y derivado. En estricto sentido y rigor, el derecho de sufragio no es un derecho individual ni tampoco cívico, sino una función constitucional.
B) El derecho de elección entonces no es, para el ciudadano, el ejercicio de un poder propio, sino el ejercicio del poder de la colectividad, que también es una función estatal. El ciudadano, al votar, no actúa por su cuenta particular, como persona distinta del Estado o anterior al Estado, sino que ejerce una actividad estatal en nombre y por cuenta del Estado. Si hablamos de la democracia representativa -suponiendo que el régimen electoral se conciba como un medio de hacer depender la voluntad de los elegidos del cuerpo electoral- no debe considerarse a éste como dotado con respecto al Estado de una personalidad o soberanía especiales, sino como formando un órgano estatutario de la persona Estado, por la cual tiene el encargo de querer de una manera inicial y c) Puesto que el elector no tiene poder propio, sino únicamente una competencia constitucional, resulta que sólo puede ejercer esta competencia dentro de los límites, supeditado y bajo las condiciones que la misma Constitución ha determinado.
Es menester considerar que en la raíz del debate: obligatoriedad-voluntariedad del sufragio, está el concepto de democracia. Si logramos desconocer o no tomar en cuenta concepciones valóricas de la democracia, que la entienden como una “filosofía de vida”; o la definen por sus valores y principios de identidad como la “noble tradición republicana”, se puede sostener que desde una concepción procedimental de la democracia, tenemos dos aproximaciones a partir de las cuales también se puede responder acerca de la obligatoriedad del sufragio: Una aproximación -concepción liberal- entiende que la democracia es un método para que el pueblo elija entre élites en competencia por el voto popular análogo al mercado, en que el derecho de sufragio es ejercido libremente (sin coacción o presión) por el ciudadano-consumidor, y otra aproximación -concepción deliberativa- entiende la democracia como un método para adoptar decisiones correctas, fruto de la deliberación pública, diálogo e intercambio de ideas, en la que el sufragio es un derecho que permite hacer efectiva la participación en estas decisiones.
La pregunta más importante que todos y cada ciudadano debe hacerse es: ¿votar es un derecho o un deber? porque los deberes expresan una forma de relación entre el Estado y los individuos muy distinta a la que expresan los derechos. Hay una diferencia radical entre ambas: los deberes están a merced del soberano. Los derechos, en cambio, no lo están, pues tienen un núcleo duro, impenetrable e intangible al soberano. El hecho de que los deberes estén a merced del soberano queda en evidencia al pensar que ellos pueden ser impuestos, agravados, aligerados e incluso, pueden ser eximidos por una decisión soberana.
Por otro lado, la voluntariedad del voto asigna correctamente los incentivos en el juego de la política. Aunque los votantes pueden cambiar sus preferencias, el voto obligatorio produce, desde el punto de vista general del sistema (anti)democrático, una suerte de “mercado cautivo electoral”, quitándoles responsabilidades a quienes se dedican a la política. Si el voto es voluntario, para los partidos es requisito sine qua non aceptar la responsabilidad de proponer ideas que estimulen la votación. Algo que es impensable para todos los partidos porque no saben cómo hacerlo, porque están desprestigiados y la ciudadanía ya no cree en ellos.
Algunos juristas con consciencia proponen que Chile debería avanzar en dos pasos que se deben dar en secuencia inmediata: a) configurar un razonable mecanismo de inscripción automática; y b) consagrar el voto como un derecho, de ejercicio voluntario.
Pero los parlamentarios que han decidido restablecer el voto obligatorio, han olvidado que desde octubre 2019 quedan también instaladas las demandas de inclusión (dignidad) y de reconocimientos identitarios y nacen un conjunto de liderazgos y colectivos que politizan, de la mejor manera para nuestro Chile, esas demandas al punto de convertirlas en agenda.
Ni las instituciones, desgastadas por cansancio y por impugnación ni las leyes ni el sistema político han podido encausar el estallido que ingresó sus demandas y liderazgos a la institucionalidad. Su lucha, fuerza de impugnación, sus acciones y sus discursos se hicieron presentes en la elección como repudio a los partidos tradicionales y con plena representación en la Convención Constituyente que, espero la transformen en Asamblea Constituyente, será la encargada de cambiar el voto obligatorio, para el desconsuelo de los partidos tradicionales.
Donde la mala política y las sordas instituciones no han funcionado, la sociedad organizada lo hizo.