Diciembre siempre ha sido un mes de balances, y cuando nos acercamos a las fiestas de fin de año, esto se hace más intenso. Probablemente muchos hayan escuchado o piensen que 2020 es un año para el olvido. Inevitablemente se vienen imágenes y recuerdos poco gratos a la mente, como la cara menos deseable del estallido social, que durante enero y febrero todavía nos mostraba en la prensa hechos de violencia y vandalismo y por supuesto todo lo asociado a la pandemia COVID19, que en muchos casos significó la lamentable pérdida de seres queridos, pérdida de fuente laboral o situaciones de conflicto que surgen de un ajuste a las dinámicas familiares y laborales difíciles de abordar.
En lo personal, creo firmemente que el 2020 no puede ser un año para el olvido. Nuestro país evidenció que una ciudadanía organizada, despierta y consciente es capaz de mover montañas, o al menos mover a la clase política en todos sus niveles, desde una posición de confort, pasiva en muchos casos, a una actitud de escucha más activa y de acción. Como todo proceso social, estos cambios no son instantáneos y requieren años, quizás décadas, pero al escuchar generaciones más jóvenes, empoderadas en sus discursos y con una voluntad de articularse para conseguir cambios significativos en la sociedad, lejos de la postura millennial, que en muchos casos es usada convenientemente para desacreditar algunas demandas, es una luz de esperanza, que se suma a un proceso de plebiscito histórico para nuestro país que ha dado inicio formalmente la posibilidad de tener una constitución democrática en Chile.
En el plano sanitario, el 2020 nos deja algunas lecciones ingratas, pero igualmente significativas y que se relacionan perfectamente con los orígenes del estallido social, como otro capítulo de un mismo libro de historia que está por escribirse. Nos refuerza que el PIB Per Cápita, importante en macroeconomía, no da cuenta de las precariedades que cada día enfrentan millones de familias, que las brechas al interior de nuestro sistema escolar, entre mundo privado y público, siguen siendo enormes y se hacen abismantes en situaciones de emergencia como ésta, que tienen un origen en el establecimiento y en las familias y comunidades escolares que los componen, que muchas de nuestras mal llamadas Pymesson en realidad emprendimientos personales, que se acercan más a empleos informales, y que las políticas de fomento no dan cuenta de esa realidad.
Pero de esta pandemia sí es posible rescatar historias muy positivas, la entrega a toda prueba del personal de salud, el trabajo de miles de profesoras y profesores que sacrificaron recursos propios y tiempos familiares por llegar a todos los rincones de país y asegurar educación a sus estudiantes, la solidaridad que se vio en muchos barrios, donde proliferaron ollas comunes, campañas de ayuda y otras muestras de cariño y consideración por el prójimo.
Por eso el 2020 no puede ser un año para el olvido, sino que de aprendizaje colectivo. El peor error que podemos cometer es querer “volver a la normalidad”, porque eso significaría que el sufrimiento que hemos visto o experimentado no hizo mella en nuestra forma de vivir y de organizarnos como sociedad. El 2020 debiese ser el empujón que nos faltaba para comenzar a hacer las cosas diferentes, para proyectarnos a una “nueva realidad”, donde todas y todos son importantes y no solo podemos, sino que tenemos que aportar, desde nuestras distintas miradas, conocimientos y sentimientos.