El periodo previo fue confuso. Había extrema polarización partidaria. Animosidad y odio. Hubo quienes levantaron la bandera de la lucha política por la vía armada; grupos de bandos opuestos optaron ardientemente por la lucha violenta. El país en crisis y conflicto, convertido en diálogo de sordos: pugna entre intereses y reivindicación de cambios sociales revolucionarios.
Llegó, pues, aquel dramático 11 de septiembre, día que las Fuerzas Armadas y Carabineros llevó a cabo el golpe de estado. Las instituciones de la República y la tradición democrática fueron quebrantadas, por una supuesta “salvación”. Círculos influyentes y ocultos confabularon. Es innegable, por otra parte, que la gobernabilidad de la nación corría peligro.
Tenía yo 17 años recién cumplidos y terminaba mi escolaridad. En Viña del Mar, ese día la ciudad amaneció ocupada por contingentes, principalmente de la Armada. Los recintos públicos y las empresas estratégicas, tenían tropas con caras pintadas y fuertemente equipadas. Con facciones hoscas.
La información fue escasa. Por radio, una señal controlada emitía comunicados y “bandos”, para advertir de los hechos a la población. Recuerdo muy bien que me produjo espanto oír con voz bélica: “quienes no obedezcan a nuestros soldados o los insulten, ¡serán fusilados en el acto!” O, el bombardeo de La Moneda. Un temblor de horror sentí en todo mi cuerpo… .
Después de los primeros anuncios e informes, salí ese día un par de cuadras a la calle. Por ahí, pasaban milicias motorizadas. Carros de carabineros. Algunos, aplaudían. Supe también que otros hicieron hasta brindis con champagne…
Sin embargo, no pude sustraerme a la conciencia punzante y dolorosa de estar en presencia de sucesos severos y graves. Las fuerzas militares al referirse a los adversarios, no lo hicieron con civilidad, sino desde una “guerra”, por ello, a “enemigos” …, con desprecio. El mismo que círculos políticos cultivaron. Pero a mí, no me calzaba y jamás me ha calzado ese lenguaje degradante. Sobre todo, cuando el poder armado, sin contrapeso, se aplicó en forma arbitraria: con celo fiero, se persiguió, detuvo y torturó. Hubo muertes sin proceso alguno. Humillados sin defensa posible alguna. Desaparecidos, jamás encontrados.
No fue una guerra civil. Pero, la bota marcial impuso un rudo régimen. Por eso, mi padre, de honda trayectoria intelectual y jurídica, en esas horas aciagas y amargas, nos previno: “habrá conculcación de derechos, represalias y venganzas”. Y así fue.
Días después, oí cómo había sido mortificada una prima mía, a la que visité mientras estaba escondido el marido. Eran profesores universitarios. No pude dormir. También supe de tantos, después. Recuerdo que una de esas noches angustiosas “con toque de queda”, sentí un prolongado tiroteo… Pensé de inmediato, que hacía horas, me habían puesto desafiante, una metralla al pecho, cuando me acerqué a un policía custodio para hacer una pregunta.
Son recuerdos de la patria ensangrentada.
Horacio Hernández Anguita