Una de las cosas que han proliferado durante este tiempo de pandemia, han sido las mesas de diálogo y conversatorios en los más diversos ámbitos. Y en materia educativa no nos hemos quedado atrás. Han sido cientos de instancias convocadas por universidad, centros de pensamiento, fundaciones y autoridades, que han buscado levantar necesidades, relevar prácticas exitosas y sugerir líneas de acción. Espacios de diálogo que nutren y aportan la toma de decisiones, pero, que de nada sirven, si no somos capaces de pasar a la acción luego de dicha contribución.
Escribo esta columna luego de revisar el borrador de lo que será la propuesta de la “Mesa de Trabajo para construir una Propuesta Integral de Educación”, convocada por la Comisión de Educación del Senado, a la cual fui invitado junto a otros actores del sistema educativo, la semana pasada.
Algo similar a la convocatoria realizada en el Palacio de La Moneda, en donde el Ministro de Educación, Raúl Figueroa, junto a su par de Segegob, Jaime Bellolio, y la Subsecretaria de Salud Pública, Paula Daza, invitaron a participar de una mesa ampliada a distintos actores de la sociedad civil, incluyendo a directores de establecimientos educacionales (ahí también estuvimos nosotros), sostenedores, alcaldes, apoderados y profesores de todo el país, quienes manifestaron sus opiniones y dudas respecto del retorno presencial a clases. ¿Vale la pena participar en estos espacios? ¿O es una pérdida de tiempo?
La respuesta es simple. Hay que participar en todo y con todos. No se trata de uno. El interés particular no puede estar por sobre el colectivo. Todo aquel que pueda aportar desde su área y pericia para colaborar en la mayor crisis que ha enfrentado nuestro sistema educativo, está obligado a hacerlo. Los líderes influyen para hacer que las cosas sucedan. No podemos restarnos. Nadie puede hacerlo.
El cuestionamiento no es si hay o no que participar en ellas, la pregunta clave es: después de la mesa de diálogo, ¿qué hacemos?
Varios elementos se repitieron en las mesas que me tocó contribuir en estas últimas semanas. En primer lugar, los desgarradores testimonios que dejan en evidencia las precarias condiciones que persisten en muchas comunas de nuestro país. Por otro lado, la cantidad de buenas ideas y sugerencias emanadas de distintos actores y sectores que, con un poco de gestión y voluntad de nuestros gremios y autoridades, podrían ser de tremenda utilidad.
También, la presentación de encuestas y datos levantados el 2020 que, después de un año y medio de pandemia, algunos de ellos siguen iluminando los espacios de conversación, mientras que otros, suenan descontextualizados por los avances y experiencia acumulada que ya existe en las áreas referidas. Pero, hay algo que se repite con fuerza en cada uno de estos espacios. No es una palabra, ni tampoco una frase cliché. Se trata más bien de un sentimiento que se percibe y golpea segundos antes de que el moderador finalice la sesión. Algo así como: “Bueno, y después de todo esto: ¿cómo avanzamos?”.
En tiempos donde existen métricas para medir todo, la efectividad de estas mesas de trabajo y conversatorios se medirá no por su aumento y frecuencia en el tiempo, ni por la cantidad de datos que se presenten (o vuelvan a presentar una y otra vez), sino por la capacidad que tengan para pasar a la acción y transformar sus propuestas en respuestas concretas. Esa es la tarea y responsabilidad de quienes las convocan. Se requiere que tengan decisión y real voluntad para operacionalizar el trabajo. De lo contrario, se corre el riesgo que estos fecundos espacios de intercambio, se transformen sólo en una llamativa puesta en escena.