Cuando el 11 de abril se elijan los 155 miembros de la Convención Constitucional, se pondrá en marcha una experiencia inédita en el desarrollo institucional de nuestro país.
Luego de 31 años de la recuperación de la democracia, surgirá un órgano de poder que funcionará paralelamente al Congreso Nacional por un período de 9 a 12 meses (a partir de mayo o junio de este año), y cuya misión específica será elaborar un proyecto de nueva Constitución.
Tal proyecto, que no pasará por el Congreso ni tampoco será revisado por el Ejecutivo, deberá ser sometido a un “plebiscito de salida”, posiblemente a mediados de 2022, cuando ya estén en funciones otro presidente de la República y otro Congreso, los que elegiremos a fin de año de acuerdo a las normas de la actual Constitución.
Un experimento
La algarabía que produjo el triunfo del Apruebo en el plebiscito del 25 de octubre tiene interpretaciones al gusto de cada uno. Pero nadie está en condiciones de anticipar lo que puede salir de la Convención. Se trata de un experimento que va dejando en evidencia las circunstancias anómalas en que fue concebido, el contexto creado por la ofensiva de violencia y destrucción que partió en octubre de 2019 e hizo tambalear al gobierno del presidente Piñera. El acuerdo fue alentado por el mandatario para reducir la presión combinada del vandalismo en la calle y el oportunismo en el Congreso, donde la mayoría de los opositores se entusiasmó con la posibilidad de interrumpir el mandato presidencial.
Es posible que Piñera haya creído que, aunque la situación era crítica, generaba un espacio de maniobra que, si lo aprovechaba bien, podía dar un fruto completamente inesperado: una nueva Constitución con su propia firma. Por supuesto que no tiene nada de reprochable que el mandatario haya visto en el cambio constitucional la posibilidad de dejar un legado duradero de su paso por la Presidencia; en otras palabras, la entrada en la historia, que es la aspiración legítima de todos los gobernantes.
Lo discutible es que haya aceptado la argucia táctica de sus adversarios de conectar los estragos causados por los promotores de la desestabilización con la necesidad de redactar un nuevo texto constitucional. Fue una especie de fuga hacia adelante.
Pronto se demostró que los opositores que firmaron el acuerdo (PS, DC, PPD, PR, una parte del Frente Amplio) estaban jugando con cartas marcadas. No vacilaron en apoyar la acusación constitucional en contra del mandatario, presentada por quienes no habían firmado el acuerdo, el PC y otra parte del FA, y que estuvo a punto de ser aprobada en la Cámara, lo que pudo empujar al país a una crisis mayor.
No hay una explicación convincente para el hecho de que los negociadores del 15 de noviembre de 2019 hayan dado a entender que era urgente el cambio constitucional para frenar la violencia y la destrucción, pero al mismo tiempo hayan actuado sin apuro alguno, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Había sin duda diversos intereses en juego, cálculos de poder, como siempre ocurre en la política, incluso en situaciones de crisis.
No hay duda de que Gonzalo Blumel, entonces ministro del Interior, mantuvo informado en detalle a Piñera sobre el curso de la negociación, y que si esta fructificó fue precisamente porque todos entendieron que se trataba de un acuerdo con el Mandatario. Jaime Quintana, entonces presidente del Senado, encabezó las gestiones de quienes sintieron que su poder había crecido gracias al 18 de octubre y tenían la oportunidad de redactar una Constitución que les llenara el gusto, lo que no resultó cuando Bachelet impulsó su programa de cabildos y asambleas.
Era, entonces, algo parecido a una asamblea constituyente que daría satisfacción a la calle. La izquierda rupturista parecía, pues, haber salido con la suya. No obstante, la reforma constitucional promulgada en diciembre de 2019 puso límites al cambio: no está en discusión el carácter de República del Estado de Chile, ni el régimen democrático, ni las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas, ni los tratados internacionales ratificados por el país.
El cambio constitucional pudo haber tenido un itinerario más corto y menos incierto. El Congreso tuvo tiempo suficiente para elaborar, en el verano pasado, un proyecto de nueva Constitución, el cual ya habría sido sometido a plebiscito. O sea, Chile ya tendría otra Constitución, lo que habría simplificado la transición de un orden constitucional a otro. Sin embargo, la oposición, que tenía la sartén por el mango, optó por un proceso de casi dos años.
La razón principal es que, con la excusa de crear una suerte de órgano incontaminado, buscó ganar tiempo para organizar la exigente campaña proselitista de elegir dos parlamentos. Era el tiempo requerido para reclutar candidatos y juntar fondos. Por su lado, el gobierno creyó quizás que así tendría tiempo para armar un plan defensivo frente a algo que no estaba en sus planes ni había figurado en el programa presidencial del 2017. Todos pasaron por alto el hecho de que el poder Ejecutivo y el Legislativo se renovaban en 2021.
El desfase institucional
Está a la vista el desajuste que existe entre la marcha de las instituciones vigentes y el diseño de la Convención, la cual funcionará en un clima de competencia total por el poder. Los numerosos candidatos presidenciales son la evidencia de que la disputa de la Presidencia marcará el rumbo del país, sin esperar lo que puedan ser los resultados de la Convención, que se conocerán recién a mediados de 2022. No es un detalle, por supuesto. Las autoridades que elegiremos este año, en particular el Jefe de Estado y los parlamentarios, no se esfumarán por decisión de la Convención, y serán elegidos con atribuciones que no pueden desconocerse de buenas a primeras.
Aunque para la elección de convencionales operará el mismo esquema de distritos de la elección de diputados, el Congreso introdujo cambios al sistema electoral que pueden ser fuente de controversia.
En primer lugar, se estableció una forzada paridad de género en la composición de la Convención, que no se aplica en el Congreso, y que podría implicar una modificación por secretaría de los resultados, para que ningún sexo tenga más de 45% de representación (o sea, desconocer el triunfo de un candidato/a debido a su sexo). En segundo lugar, está el injerto de los escaños reservados para los pueblos originarios, que introdujo el factor racial en los criterios de representación, asunto muy discutible desde una perspectiva democrática.
Respecto de los cargos que obtengan las diversas fuerzas, hay que recordar que el sistema proporcional vigente, que aplica el método D’Hondt para fijar la relación entre sufragios recibidos y cargos obtenidos, premia a la primera mayoría relativa con cupos adicionales. Por lo tanto, la lista única de las fuerzas de centroderecha -el pacto de Chile Vamos y Republicanos-, puede sacar ventaja a las fuerzas opositoras, que se presentarán desunidas. ¿Tienen posibilidades de ser elegidos los numerosos candidatos independientes? No muchas, en realidad, pero algunos pueden conseguirlo, en particular aquellos que lograron, paradójicamente, un cupo dentro de las listas de partido.
Se abre la sesión
Cuando se instale la Convención a mediados de año, la mayor interrogante es si primará allí el espíritu de colaboración o se reproducirá más o menos el cuadro de pugnas que ha predominado en la Cámara de Diputados. Habrá seguramente una franja de convencionales que tratará de que predomine el sentido republicano, pero lo realista es prepararse para un escenario conflictivo, que estará fuertemente condicionado por el clima de la competencia electoral.
Todo dependerá de la gravitación de los sectores de centroderecha y centroizquierda que estén resueltos a promover el diálogo y los acuerdos. Habrá que definir en primer lugar un reglamento de funcionamiento, que tendrá que despejar cómo se aplicará el principio de los 2/3 en las votaciones.
Será la primera señal acerca de si prevalecerá la colaboración o el conflicto. Lo deseable es que se genere un espacio de racionalidad en el que converjan los sectores más conscientes de que se trata de mejorar la democracia, no de meterla en un atolladero Un dato clave será la calificación cultural de los convencionales: servirá de poco que lleguen a la Convención personas que, por bien inspiradas que estén, no saben qué es realmente una Constitución.
Habrá sin duda un sector empeñado en “correr el cerco”, o sea, en llevar la Convención más allá de lo establecido con el fin de que se convierta en un hito refundacional. Esa será la línea de acción del Partido Comunista, que ha anunciado su propósito de rodear la actividad de la Convención con diversas formas de presión callejera. El empeño mayor estará dirigido a que muy diversas organizaciones sean escuchadas por la Convención, que muchas otras hagan llegar sus peticiones y reivindicaciones, con el propósito de coaccionar a los convencionales.
La idea de la Convención como plaza pública es el terreno propicio para quienes tienen experiencia en la agitación callejera. En tal sentido, no puede descartarse la generación de un cuadro de crispación que haga resurgir la violencia. ¿Acaso el PC y sus aliados están apostando por una salida de fuerza? Sería suicida, ciertamente. Lo que los mueve es, más bien, ganar mayores espacios de ruido mediático para demostrar que “la elite no escucha al pueblo”. Es el aventurerismo que no mide consecuencias, lo cual puede estimular a quienes estarán siempre incomodos con cualquier Constitución, en primer lugar, las tribus anarquistas y las mafias que buscan debilitar al Estado.
¿Otro Chile?
Alberto Fernández, presidente de Argentina, de visita oficial en nuestro país en enero, no se privó de darnos un mensaje respecto del proceso constituyente: “Están a punto de dar a luz otro Chile”. Cuánta osadía y cuánta liviandad. Era en realidad el mensaje que le habían sugerido sus amigos chilenos. Fue como si nos dijera que comprendía que quisiéramos tener “otro” país. Imaginemos que un presidente chileno les dijera a los argentinos algo parecido.
La Convención ofrece una oportunidad de establecer acuerdos sobre la institucionalidad, pero es preferible no pensar que la suerte global del país depende de lo que pase en su seno. El futuro se juega en muchos ámbitos al mismo tiempo, no solo en ese. De partida, Chile no se encuentra en tierra de nadie, sin un orden legal consolidado, como puede ser la situación de una nación que viene saliendo de un conflicto bélico prolongado, una guerra civil o una dictadura. Aquí existe una institucionalidad plenamente vigente.
En otras palabras, la actual Constitución regirá hasta que sea reemplazada legalmente por otra. Y, si por diversas causas, la Convención no cumple con la tarea encomendada, el país no quedará a la deriva. Por supuesto que será mejor si se materializa un acuerdo que afiance la democracia, pero Chile tendrá a fines de este año alcaldes, gobernadores regionales, senadores, diputados y presidente de la República recién elegidos. Se trata de la continuidad institucional.
Es posible que, aunque la Convención elabore un nuevo texto, este sea insatisfactorio para diversos sectores, y por variadas razones. Estarán allí quienes cifraron expectativas desmesuradas, entusiasmados con la idea de “cambiar el modelo”, pero también aquellos que a lo mejor llegan a la conclusión de que el texto aprobado no es mejor que el vigente. Habrá quienes, velando por sus propios intereses, tratarán de no comprometerse con el resultado, entre otras cosas porque depositan en las elecciones presidencial y parlamentaria sus verdaderas expectativas políticas. Esto podría llevar a un realineamiento de fuerzas en el plebiscito de salida, y hasta volver dudosa la aprobación.
¿Qué pasará si las diferencias en el seno de la Convención se vuelven insalvables, y se genera una dinámica que imposibilite el diálogo hasta un punto crítico? Pues, que cada fuerza política estará obligada a evaluar qué le conviene más: si ser parte de una experiencia frustrada o salvarse en un cuadro de confusión y desorden. En otras palabras, hay que ponerse en el caso de que la Convención no llegue a puerto, o que llegue en condiciones lastimosas -por ejemplo, con deserción de convencionales en el trayecto-, lo cual implique dejar en suspenso el debate constitucional. Será crucial la postura que adopten el próximo presidente y el próximo Congreso. Como sea, si la Convención fracasa, los poderes del Estado no pueden vacilar en cuanto a la preservación de la legalidad. No puede haber vacío de poder.
El realismo es obligatorio
Chile necesita atender ahora mismo necesidades de todo tipo. Tiene que llevar adelante un potente empeño en favor del crecimiento económico, que debe incluir el estímulo de las inversiones, el apoyo a los nuevos emprendedores y la creación de puestos de trabajo.
Junto a ello, se requiere un acuerdo en materia previsional para mejorar sustancialmente las pensiones; poner orden en el sistema educacional para recuperar lo perdido; avanzar hacia un seguro de salud universal; enfrentar el desafío creciente del crimen organizado; materializar la reforma policial y la creación del Ministerio de Seguridad Pública; mejorar los controles fronterizos y migratorios, etc. Son muchas tareas, que exigen amplios consensos, y que naturalmente no pueden esperar a que se redacte una nueva Constitución. Esto pone de manifiesto cuán extraviados están quienes conciben el nuevo texto como el espacio para imponer un programa de gobierno o fijar determinadas políticas públicas.
La Constitución establece los principios ordenadores del poder democrático, y es mejor no imaginarla como la suma incoherente de las aspiraciones particulares de cada sector. La Constitución no puede proponerse remodelar la sociedad, aunque puede contribuir a renovar los procedimientos para que la vida en libertad fluya creativamente, y para que la división de los poderes del Estado, y los contrapesos consiguientes, refuercen la protección de las personas frente a los eventuales abusos de poder. Hay que procurar que la Constitución no sea una lista de deseos, que finalmente se convierta en papel mojado, como tantas constituciones en América Latina.
Viene un reto mayor para la estabilidad y la gobernabilidad del país. El gobierno y el Congreso tendrán la responsabilidad de asegurar que se cumpla estrictamente lo establecido en la Constitución vigente, cuyo texto incluye la reforma que fijó los límites del proceso constituyente. Hay que evitar a toda costa que el país pase por nuevos episodios de confrontación que hagan peligrar las bases del régimen democrático. Cualquiera que sea el resultado de la Convención, será vital la defensa de la paz interna y del Estado de Derecho.