Quienes conocimos a Michel Bourguignat, seguro, tenemos una historia que contar. Y es así porque personas como él no pueden ni podrán pasar por una vida sin dar noticia, sin dejar una marca, sin imprimir una herencia.
En principio decir que Michel, ya sea como cura obrero llegado de lejos, organizador incombustible de instancias e instituciones para combatir la brutalidad de una tiranía feroz, o como padre y abuelo cariñoso en la intimidad de su casa, fue, justo, solo devenir.
Es decir, lo imponderable que desarticula una vida para despejarle, también, una ruta, una esperanza. Y digo esto porque cuando por primera vez hablé con él hace casi 25 años, en su casa –a la que iba a trabajar en mi tesis de sociólogo junto a otra excepcional como Loreto Hoecker, su esposa– sentí, sin poder darle una forma a esa emoción, la fuerza de un acontecer; de algo por llegar precipitado expresado como generosidad sin límites; acogida y palabra siempre apuntando hacia un porvenir en el que la utopía era posible.
Michel fue eso en mí vida, la utopía siendo, no lo imposible sin horizonte de realización ni la ilusión sin destino. Significó entender que lo posible comienza ahí donde el sueño deja de ser sueño y se emparenta con algo real, a la vista.
Él era, si se quiere, un utopista pragmático que asumía la singularidad de cada uno como suya, sabía de mí, se interesaba y me ayudó a cumplir lo que en algún momento era solo una punzante indeterminación.
(Cómo olvidar un paseo por los jardines del Palacio de Versalles, ciudad donde Michel creció, mientras me relataba cómo se colaba y jugaba de niño entre la voluptuosidad de la realeza).
Sin el empuje de Michel, es muy probable, la decisión de ir a Francia a continuar mis estudios, por ejemplo, habría sido más difícil, menos nítida; la utopía habría quedado resumida en sí misma, abreviada y sin ninguna condición de posibilidad.
A través de él, de su calidez, de su manera de ser tan irremediablemente francesa y de la amistad amorosa que se diseminaba en cada letra adherida a la palabra de ánimo que me regalaba, entendí algo. No menor, sino fundamental, estructural para el pensamiento si quiere, y que no leí en ningún libro ni me explicó catedrático alguno.
Me refiero a que la utopía es devenir en acto. Y si tiene algo así como una “naturaleza” ésta es que nunca para de llegar, de venir, de invitarnos a reinventarla una y otra vez en espiral continuo hasta que la vida sea lo más intensa que pueda, ya sea en el inciso de nuestros dolores o en el centelleo de la euforia.
La utopía es ahí, va, simplemente va y es; no es condena sino promesa aquí y ahora de una emancipación siempre posible.
Como escribía Patrice Vermeren, otro francés que amo y también un buen conocido de Michel:
“La utopía es voluntarista y se renueva sin cesar para acabar con la dominación, la servidumbre voluntaria y la explotación, como si cada momento de lucha suscitara una nueva llamada utópica al no consentimiento al orden de las cosas y a la búsqueda de un todo otro social, bajo el imperativo de una conversión que une indistintamente filosofía, utopía y emancipación humana”.
Michel, querido Michel, no podré estar contigo viendo como te fundes con el mundo que amaste, por última vez en el cuerpo del hombre que dio sin medida. Y lo lamento, la distancia a veces juega sucio. Pero sí decirte, esto sí puedo, que fuiste para mí la traducción de la amistad y el inmenso misterio de una utopía que nunca desiste.
Y te abrazo y te beso donde sea que te encuentres… amigo.
Javier Agüero Águila