La amenaza para la libertad de prensa que encierra la llamada Ley Mordaza 2.0 se ha movido en dos frentes: el Código Procesal Penal y el Código Penal. En su versión original, el proyecto iniciado en una moción de los senadores Pedro Araya (PPD), Luz Ebensperger (UDI), Paulina Núñez (RN), Luciano Cruz-Coke (Evópoli) y Alfonso de Urresti (PS) buscaba introducir multas y penas de cárcel en ambos cuerpos legales, para cualquier persona -no solo funcionarios públicos- que divulgara antecedentes de una investigación penal.
Tras una reunión de la comisión técnica que revisó la propuesta y a sugerencia del Colegio de Periodistas, el peligro más directo para el correcto ejercicio de la profesión fue eliminado del Código Procesal Penal, donde perduraron enmiendas como la restricción del acceso indiscriminado a carpetas investigativas vía querella y la elaboración de anexos separados y reservados para actuaciones irrelevantes, como serían según algunos las críticas al gobierno que formularon Cariola y Hassler en conversaciones WhatsApp.
Pero no nos engañemos: la embestida contra la libertad de prensa no desapareció, simplemente se replegó al Código Penal, donde la situación es aún peor.
Allí se mantiene la creación de un nuevo tipo de delito: la “divulgación indebida”, con las mismas sanciones pecuniarias y de reclusión.
Según sus impulsores, esta figura resulta necesaria para resguardar las investigaciones e impedir que se publique siquiera su existencia.
El concepto que impulsan los senadores no solo resulta ambiguo, sino que además choca con la Ley de Prensa, especialmente con su artículo 30, al invalidar las excepciones por interés público, desplazar eventuales juicios desde lo civil/comunicacional al campo penal y generar un efecto inhibidor que la citada normativa intenta evitar.
A estos riesgos se suma el hecho de que el pleno del Senado autorizó a la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento -donde nació el proyecto- a discutir la iniciativa en general y en particular simultáneamente, reduciendo el tiempo y la profundidad del debate legislativo de un tema de alto impacto.
La historia reciente es clara: sin periodismo de investigación y sin filtraciones, casos como Convenios y Audios o las irregularidades en las Fuerzas Armadas habrían permanecido ocultos. Criminalizar la difusión de información que revela corrupción o abuso de poder es atentar contra el control ciudadano y la transparencia, pilares de la democracia.
Nadie discute la necesidad de proteger la intimidad y la dignidad de víctimas y testigos. Ejemplos como la divulgación del informe ginecológico de Nabila Riffo muestran la urgencia de reforzar la reserva en ciertos casos.
Pero la herramienta que plantea esta ley es tosca y peligrosa: equipara esas vulneraciones con la publicación de antecedentes que sirven al interés público, desplazando el análisis ético-profesional del periodismo hacia el castigo penal.
En vez de fortalecer los mecanismos internos del Estado para sancionar filtraciones y reforzar la autorregulación de los colegios profesionales, se opta por una tipificación abierta y punitiva. Esto incentiva la autocensura, debilita la prensa como contrapeso del poder y, en definitiva, facilita la impunidad.
En democracia, la luz molesta a quienes actúan en la sombra. Y esta propuesta, tal como está, parece diseñada para que la oscuridad se convierta en norma.
Por Elia Piedras
Presidenta Colegio de Periodistas Maule Norte