Con frecuencia y desazón escuchamos que nuestros políticos no cumplen sus promesas de campaña, lo que genera una natural desafección hacia la representación partidista y desacreditación de las instituciones democráticas creadas para canalizar la voluntad de los electores, forzando así la decisión ciudadana de prescindir de tal representación para reemplazarla por un ejercicio volitivo directo en las calles mediante protestas y movilizaciones. Este clamor por ser escuchado obviamente es legítimo, pero denota en el fondo una crisis institucional de la política representativa y la incapacidad de nuestros líderes electos para plasmar en leyes la permanente evolución de la voluntad social.
Sin embargo, las culpas no necesariamente son atribuibles a la displicencia de nuestros parlamentarios, sino al sistema político que los rige. Aquí radica la importancia de lo que esta semana se discute en la Convención Constitucional, siendo tal vez el punto neurálgico para que como país superemos la crisis de representación política que nos encontramos.
El sistema político plasmado en la constitución actual concentra un excesivo poder en el presidente de la República, con facultades privativas para proponer leyes, establecer las urgencias en su tramitación, iniciativa exclusiva en materia tributaria y gasto fiscal, además de la potestad para bloquear leyes aprobadas por el Congreso cuando no son de su gusto. Esto significa que las promesas de campaña de cualquier congresista electo están supeditadas a los tiempos y prioridades del presidente, constriñendo el actuar parlamentario a la capacidad de influir ante quien gobierna con el fin de persuadirlo en la proposición de leyes de interés para el electorado que lo eligió. Es decir, nuestros diputados y senadores se han transformado en los hechos en lobistas legisladores.
Esta limitada capacidad de acción legal trasunta en su desconexión ciudadana, porque no tienen la capacidad de confluir las necesarias y urgentes pretensiones de sus electores con la velocidad institucional que permite el sistema político.
Suma a lo anterior la burocracia del procedimiento de formación de ley de la actual constitución pinochetista, que obliga a discutir dos veces el mismo proyecto para que sea ley, sin hacer ninguna distinción respecto a su importancia. Esto es lo que se conoce como dos cámaras simétricas (hoy Cámara de Diputados y Senado).
Y finalmente están los excesivos quórums que la actual constitución exige para que una ley sea aprobada, materia que aún no ha sido discutida por la actual Convención Constitucional, pero al parecer existiría amplio consenso en bajarlos, incluida sorpresivamente la derecha, según lo afirmado esta semana por el constituyente Arturo Zúñiga en el programa “Aquí se Debate” de CNN.
La crisis de representación si bien nace con la constitución del 80, fue solo a partir del año 2006 con la “revolución de los pingüinos” comienza a mostrar señales de resquebrajamiento explícitos. Sin embargo, nuestro actual sistema político que protege el inmovilismo del modelo económico y social creado por Pinochet y defendido a ultranza por la derecha, hizo imposible para una parte de los buenos políticos, representar debidamente lo que la mayoría ya exigía en las calles, provocando la crisis de representación que ha llevado a los partidos y al congreso a ser las instituciones peores evaluadas en cualquier encuesta o sondeo de opinión pública.
Dos pasos se están dando en la Convención para comenzar a corregir esta grave anomalía. El primero es el consenso en un sistema político que le quite atribuciones al Presidente, pasando de un hiper presidencialismo a uno “presidencial atenuado” que le otorga más atribuciones al congreso para proponer leyes y establecer urgencias; y el segundo paso es la discusión en marcha respecto del futuro parlamento, para pasar de un sistema de dos cámaras simétrico (cada cámara revisa el mismo proyecto de ley) a uno asimétrico (cada cámara revisa distintas materias de ley, salvo excepciones dadas por la afección a regiones o por la relevancia de lo que se trate).
Y se agrega un tercer aspecto a esta segunda cámara que se propone: a diferencia de la primera donde los candidatos son electos en proporción a la cantidad de votantes, lo que inevitablemente conlleva elegir más candidatos en las regiones centrales con más habitantes, en la segunda cámara se elegirá igual número de candidatos por región, con lo que se les da más representatividad a regiones en desmedro de la metropolitana, descentralizando así la toma de decisión legislativa.
Estos dos pasos posibilitarían que tanto el Presidente como el mismo Congreso puedan responder a requerimientos ciudadanos proponiendo iniciativas legales dándole así una proactividad a la generación de ley que hoy no existe, y, por su parte, la asimetría posibilitaría una mayor rapidez en el despacho de las leyes al acortar a una de las dos cámaras la tramitación de la gran mayoría de los proyectos.
Una democracia representativa sin partidos políticos es una condena a populismos que prontamente mutan en autocracias. La respuesta organizada para canalizar las voluntades sociales es la creación de una institucionalidad capaz de representar debidamente los sueños y anhelos de quienes depositaron sus confianzas. Prescindir de los partidos y los políticos es entregarse al riesgo del voluntarismo individualista de quienes responden más a sus ambiciones personales que a una real conciencia colectiva.
Si hemos llegado a este punto después del estallido social es gracias a una aspiración solidaria irrefrenable para cambiar un modelo desigual … es fundamental entonces que nuestro nuevo sistema político restablezca las confianzas de una representación en crisis para así pertenecer con orgullo a una vida partidista.
José Ignacio Cárdenas Gebauer
Abogado autor del libro “El Jaguar Ahogándose en el Oasis”
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