Mucho más que candidatos o partidos triunfantes, en las recientes elecciones para elegir a los gobernadores regionales lo que se impuso fue el fracaso de la democracia representativa con ese 80 por ciento de abstención ciudadana. Ninguno de los que se asumen como triunfantes podrán desconocer su ilegitimidad al ser elegidos con menos, muchas veces, del 10 por ciento de los electores. Situación parecida, por lo demás, a la de los cientos de parlamentarios, alcaldes y concejales proclamados por el Servicio Electoral en todos los últimos años en que la concurrencia a las urnas no ha llegado a la mitad de los chilenos inscritos para ejercer el sufragio.
A lo anterior se suma el apoyo obtenido en las urnas por algunos candidatos de parte de quienes en nada o muy poco concuerdan con sus ideas y que se vieron forzados a votar por el “mal menor”; una situación muy recurrente en cada uno de nuestros procesos electorales. No está demás advertir que el propio Sebastián Piñera resulto elegido como mandatario en segunda vuelta, con una abstención que supero en 50 por ciento y con el voto de muchos que lo hicieron “con asco”, como tanto se repetía entonces.
Será una excelente oportunidad para la Convención Constitucional alterar profundamente nuestro sistema electoral cuanto definir el número de autoridades que realmente necesita el Estado para funcionar expeditamente. Además de la restitución del voto obligatorio, se hace propicio fijar normas para que los ciudadanos puedan efectivamente participar en los eventos electorales. Es sabido que el actual sistema inhibe la concurrencia las urnas de los sectores más pobres o apartados, al mismo tiempo que facilita el sufragio de quienes viven en los barrios y comunas más pudientes. Ello se demostró claramente en el último proceso electoral y explicó, por ejemplo, la elección del gobernador de la Región Metropolitana.
A lo anterior, se hace indispensable legislar sobre el rol, atribuciones y obligaciones de los partidos políticos, convertidos hoy en guaridas de un puñado de operadores que se rigen y toman decisiones desde su cupularidad, desafiando los más elementales procesos democráticos internos, y mucho más orientados a considerar lo que dictan los dudosos sondeos de opinión pública antes que el deseo de los militantes y el pueblo. Con ello, se debe garantizar, también, la participación de los independientes, de los que se resisten a formar parte de estas colectividades, entre otras razones por su alto nivel de desprestigio. Tampoco basta con la paridad de género ya alcanzada: las organizaciones sociales deben tener acceso también a quienes sean sus mandatarios en La Moneda, el Parlamento y los municipios. Así como en todos los niveles de la administración pública se debe facilitar la participación de nuestros pueblos originarios.
Algo que debe ser esencial toca, además, a los llamados servidores públicos. Legisladores y autoridades municipales deben reducirse y ser solventados con sueldos dignos, pero no millonarios, como ocurre actualmente. La alternancia en el poder debe estar garantizada por la limitación de las reelecciones, pero también desincentivados por los ingresos moderados de quienes forman parte de la administración pública. Al menos en el Poder Ejecutivo y Legislativo.
Aunque también es inaceptable que a las Fuerzas Armadas continúen con remuneraciones y prebendas que resultan irritantes para el nivel de vida de la población. Desde luego, ya muchos concuerdan en la necesidad de tener solo una cámara legislativa y reducir los contingentes armados y el gasto militar, hoy completamente desproporcionados con la realidad del país y sus objetivos de Defensa. Todo esto mientras el combate del crimen organizado, la delincuencia común y el narcotráfico exigen más y mejores policías.
El pueblo debe tener efectivamente iniciativa de ley y la posibilidad de cambiar las estructuras y disposiciones que lo oprimen. La buena práctica de los plebiscitos habría impedido la existencia de un sistema previsional tan injusto, así como el sistema de salud excluyente administrado pos las isapres. En un sistema de democracia participativa no habrían sido posibles, tampoco, los horrores de la educación. La elitización y el lucro de la enseñanza.
La soberanía popular no puede amarrarse de manos respecto de lo convenido espuriamente por los sucesivos gobiernos y legisladores. El cobre y otros recursos estratégicos deben estar en manos del Estado y los trabajadores; así como el agua y los servicios básicos hoy controlados por empresas extranjeras. Nada debiera impedir, además, el libre tránsito por todo el país, lo que hoy está vedado por las carreteras concesionadas que cobran abusivos peajes para trasladarse entre una región y otra.
La democracia participativa requiere con urgencia de diversidad informativa. No puede tolerar el actual control ideológico de los grandes canales de la televisión, situación que ya se ha hecho repugnante en el trato que se le da a la información internacional y a los sesgos que imponen los medios en lo político, económico y cultural. El Estado no debe “dejar hacer” al respecto sino intervenir a favor de un pueblo y de un ciudadano informado que el ejerza el voto conscientemente. El libre mercado, en este sentido, solo ha favorecido la concentración informativa, como a los monopolios y el colonialismo de la comunicación. Fenómeno que hoy se reconoce universalmente.
Para el propósito de construir un nuevo Chile, la Convención Constituyente debe actuar con independencia y sacudirse de las trampas que se le impuso antes de su instalación. La legitimidad alcanzada pos sus miembros democráticamente elegidos debe darle autoridad frente al Congreso Nacional y el propio Gobierno. Se debe asumir como una entidad fundacional, justamente en oposición al llamado “orden establecido” o “estado de derecho” que se busca reemplazar con una nueva Constitución.