Un accidente de camión, en especial en los tiempos que estamos viviendo, no es noticia. Pero de haberlos -como los brujos de Garay- los hay. Y a veces resultan sorprendentes.
En julio dos camiones y una camioneta desbarrancaron en la bajada de Limonares, en Viña del Mar. Cayeron unos quince metros y quedaron pegados a los primeros departamentos de un edificio. No muy lejos de ahí, un auto aterrizó en el techo del colegio Seminario San Rafael. Al mismo tiempo se han multiplicado los vehículos de carga que se cruzan en la vía, como el buque de 400m metros de largo que bloqueó el Canal de Suez en marzo.
Nada se parece, sin embargo, a lo ocurrido en Carahue. El conductor de un camión con una pesada carga de “rollizos”, quiso cruzar por una angosta pasarela: quedó colgando de los cables del puente. Era de noche, había neblina y el chofer no conocía la zona. Por ello -dijo- recurrió a Waze, un dispositivo que sus fabricantes describen como “una aplicación de navegación que ayuda a evitar los baches del camino en sentido literal y figurado”. Es una aplicación GPS gratuita. Se estima que cien millones de personas la utilizan en el mundo.
GPS es la sigla de Global Positioning System, en castellano, Sistema de Posicionamiento Global. Lo inventaron los técnicos del Pentágono de EE.UU. y permite determinar, gracias a una red de 24 satélites, la posición de un objeto en cualquier lugar de la superficie terrestre.
“Aprender cómo funciona, aseguran los creadores de Waze, resulta bastante sencillo”. A juzgar por su popularidad, ciertamente lo es.
No hay mucha gente que se interese por saber qué es y cómo funciona el GPS. Pero sí lo usan. Lo hacen rutinariamente quienes pretenden eludir los “tacos” cuando van o vuelven del trabajo; quienes quieren evadir controles incomodos o ahorrarse la demora por manifestaciones que ocupan las vías. Y hay más. El delivery no habría sido capaz de enfrentar la pandemia sin repartidores con este tipo de apoyo.
La abundante tecnología que tenemos a mano ha cambiado profundamente nuestras vidas. Casi siempre de manera positiva. Si no, basta con ver en algunas películas antiguas de la tele a personajes que se desesperaban tratando de encontrar un mapa o un teléfono. Desde el “zapatófono” del Superagente 86 sabemos que un “celular”, como lo llamamos aquí, se ha hecho indispensable de nuestras vidas. Tiene, además, de todo: cámara fotográfica, grabadora, linterna. Pero, como todos los artilugios de la modernidad, es falible. Puede fallar porque se agotó la batería o porque un niño lo echó al excusado. La modernidad nos exige habilidades que antes eran impensables.
Lo aprendieron en carne propia los vecinos de un edificio santiaguino que, para comunicarse con un departamento, deben enfrentar en la entrada una compleja pantalla doble, una de las cuales no se usa. En la otra tienen que digitar una serie de números, anteponiendo en cada caso un cero para marcar el piso y para alertar a quienes los invitaron.
No todas las claves que usamos son tan complicadas. Pero son muchas y si uno cumpliera la recomendación de no repetirlas y cambiarlas de tiempo en tiempo, podría morirse de hambre, no ver televisión, no podría sacar dinero del cajero automático, recurrir al comercio o usar el computador, El chofer de Carahue solo creía, ingenuamente, que el GPS nunca falla.