Hay muchas razones para creer que el Presidente Donald Trump no será reelegido el martes 3 de noviembre. Pero, como se ha visto en los últimos años, las encuestas que por ahora le dan ventaja al candidato opositor Joseph Biden, no garantizan el resultado.
Los sondeos de opinión tuvieron su momento de gloria en el siglo pasado, desde Estados Unidos a todo el resto del mundo; se anticipaban con efectividad a las apetencias populares tanto en la publicidad comercial como en los avatares de la política. Pero en nuestro tiempo son cada vez menos confiables. Hay razones. Están los que se suben al carro de la victoria, aunque no estén de acuerdo (prefieren aparecer apoyando a los que van ganando), o, al revés, los que por temor no quieren figurar como perdedores, o últimamente, aquellos a los que, por culpa de la compleja maraña informativa creada por las redes sociales, simplemente les da lo mismo.
Hay numerosos ejemplos, pero el más significativo en estos momentos, es lo que ocurrió con el propio Trump. En la pasada elección las encuestas mostraron una ventaja para Hillary Clinton, pero al final ganó Trump, pese a que perdió efectivamente en votos populares. Fue, además, el efecto de una paradoja del sistema norteamericano: el triunfo definitivo lo decide la mayoría de delegados en el colegio electoral, aunque no coincida con la expresión de las urnas.
Esta vez, sin embargo, la decisión final podría ser contra Trump. El último debate lo mostró a la defensiva, sin la agresividad que caracterizó el caótico episodio anterior. Es obvio que sus asesores le advirtieron del peligro de sus constantes interrupciones y largas parrafadas pese a los llamados de atención del moderador del debate. Hay coincidencia entre los comentaristas norteamericanos en que esta vez se le vio inseguro. No por ello dejó de lado su personalidad característica: se contradijo y faltó a la verdad, como es su costumbre. También se hizo más evidente que nunca que lo suyo es el juego pequeño, sin la grandeza que se esperaría de un estadista.
Su afirmación más audaz fue proclamarse como “la persona menos racista en esta sala”, pese a sus reiteradas afirmaciones acerca de los mejicanos, los latinos en general, los musulmanes y los negros. Y remachó, sin pudor: “Nadie ha hecho más por la comunidad negra que Donald Trump… Con la posible excepción de Abraham Lincoln, nadie ha hecho (más) que yo”.
Pero, su punto más débil fue la referencia a los 545 niños inmigrantes separados de sus familias en la frontera de Estados Unidos y México como parte de su política de “tolerancia cero”. Hasta ahora no se ha podido encontrar a sus padres para reunirlos, señaló la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU).
En su respuesta, Trump dijo que “fueron reporteros a verlos, están muy bien cuidados, están en instalaciones muy limpias”. Y, de manera característica, pasó al ataque: “Ellos (los demócratas) construyeron las jaulas (en que estuvieron encerrados inicialmente), nosotros cambiamos la política”.
No mencionó, claro, la elegante chaqueta de Melania, su esposa, quien fue de visita a un centro de niños inmigrantes exhibiendo en su espalda una insensible leyenda: “I don’t really care, do you?”, (“Realmente no me importa. ¿Y a usted?”).
Este medio millar de niños abandonados podría marcar la diferencia entre el triunfo y el fracaso.