En pleno siglo XXI, mientras la humanidad avanza en derechos civiles, paridad de género y libertades individuales, un tipo de abuso permanece cuidadosamente encubierto bajo el velo de lo sagrado: el que se comete sistemáticamente contra miles de mujeres religiosas al interior de la Iglesia Católica.
No son rumores ni exageraciones: existen informes, testimonios y documentos que relatan con claridad la situación de servidumbre moderna que padecen muchas de ellas, sin que los Estados —y menos aún el Vaticano— hayan dado pasos concretos hacia la reparación o la justicia.
Estas mujeres, conocidas públicamente como “monjas” o “hermanas”, han entregado su vida al servicio de la fe, convencidas de una vocación espiritual, pero a cambio han recibido precariedad, invisibilización y, en muchos casos, abuso. No tienen contrato de trabajo, no cotizan para pensiones, no tienen derecho a licencias, vacaciones ni indemnizaciones.
No tienen voz en las decisiones, aunque lo dan todo en hospitales, escuelas, parroquias, cocinas, asilos y oficinas de la curia. Se las exige obediencia absoluta, castidad impuesta, boto de pobreza y un silencio que les arrebata incluso la dignidad de poder denunciar.
Un ejemplo concreto que retrata esta realidad con crudeza lo reveló la propia revista Women Church World, publicación oficial del Vaticano: existen congregaciones de religiosas en Roma cuyo rol diario es cocinar, limpiar y servir exclusivamente a los cardenales y obispos, sin recibir sueldo, reconocimiento ni protección laboral alguna.
Deben presentarse antes del amanecer, mantener el silencio durante el servicio, y retirarse sin interactuar con los prelados. No se les permite cuestionar ni participar de los espacios donde se toman decisiones. Son mujeres consagradas, pero tratadas como empleadas domésticas sin derechos.
La paradoja es brutal: estas mujeres dedican sus días a servir al prójimo, pero la institución para la que trabajan no las reconoce como trabajadoras. En cambio, se las considera “consagradas”, una categoría ambigua que les niega derechos laborales, protección social y, en muchos casos, acceso a la justicia.
Los informes del propio Vaticano —como el del Pontificio Consejo para la Vida Consagrada— han reconocido esta situación de abuso estructural, pero las acciones concretas han sido mínimas o simbólicas. En países como Francia, Alemania, Argentina o México, religiosas han comenzado a hablar. Algunas han sufrido represalias. En Chile, sin embargo, el tema sigue siendo un tabú. Nadie parece querer escuchar. Ni los medios, ni el gobierno, ni siquiera sectores feministas que en otros contextos levantarían la voz.
¿Por qué este silencio? ¿Por qué seguimos tolerando una forma institucionalizada de abuso laboral y espiritual en nombre de Dios?
La respuesta, quizás, se encuentra en el poder de siglos que tiene la Iglesia sobre nuestras conciencias. También en la costumbre de mirar hacia otro lado cuando las víctimas no protestan, porque fueron educadas para no hacerlo.
Pero las leyes internacionales existen. Los convenios de la OIT, la Declaración Universal de Derechos Humanos, los tratados de protección laboral y de género firmados por Chile y casi todo el mundo occidental obligan a respetar los derechos fundamentales de toda persona. Y sí, eso incluye a las mujeres religiosas. El problema es que nadie se atreve a exigir su aplicación.
No se trata de atacar a la Iglesia. Se trata de defender la justicia. Porque si una institución que predica el amor, la compasión y la igualdad ante Dios mantiene prácticas que despojan a mujeres de su dignidad, entonces es nuestra responsabilidad como sociedad denunciarlo. Callar es complicidad.
Llamado a la acción: ¿Hasta cuándo miraremos hacia otro lado?
Si de verdad creemos en la inclusión, en la equidad de género y en el respeto universal de los derechos humanos, no podemos seguir ignorando esta forma encubierta de abuso institucional. Las mujeres religiosas merecen lo mismo que cualquier otra persona: dignidad, reconocimiento, protección y justicia.
Es urgente intervenir este sistema.
Exigir al Estado que fiscalice.
Exigir a la Iglesia que repare.
Exigir a la sociedad que escuche.
La próxima vez que hablemos de igualdad, pensemos también en ellas.
Porque mientras sigamos guardando silencio, su dolor seguirá siendo invisible.
Y el silencio de los inocentes no es sólo vergonzoso: es imperdonable.
Por Rodrigo Araya Attoni
Analista independiente