Dos de los siete candidatos a las elecciones presidenciales de noviembre no estuvieron en el primer debate del miércoles pasado. Marco Enríquez-Ominami cumplía cuarentena -como debe hacerlo cualquier chileno que regresa del exterior- después de un breve viaje a México. Franco Parisi sigue en Estados Unidos. El representante del Partido de la Gente ha sostenido públicamente que no tiene apuro en volver a Chile. Dice que por ahora le basta con las redes sociales.
Parisi tiene razones muy personales para no acelerar su regreso. Pero, además, está consciente de haber sacado considerable provecho del mundo virtual. Sin estar en Chile ni aparecer en los matinales en noviembre de 2019, Cadem le dio un cinco por ciento de las menciones, solo superado por Joaquín Lavín. La explicación, señaló entonces en Meganoticias el experto Cristián Valdivieso, era que “Parisi, después del estallido social,tuvo una campaña muy activa en redes sociales de la cual pocos se percataron en el mundo de los medios tradicionales. Fue muy activa en Youtube, Instagram, Facebook, menos en Twitter”,
Esta opinión obliga a mirar la realidad virtual como un fenómeno insoslayable y preocupante. Hasta hace muy poco nadie habría pensado en hacer campaña a la distancia.
Hoy, tenemos llamativos fenómenos como el de Parisi. Non estamos conscientes, en cambio, de que estas “realidades” del mundo virtual son manipulables y aprovechables. El responsable no es Franco Parisi, sino los algoritmos, mecanismos invisibles pero efectivos para el funcionamiento de las redes sociales. Se trata de sistemas informáticos que, mediante el uso de las matemáticas y la lógica, simulan a gran velocidad el razonamiento de las personas cuando leen información y toman decisiones.
La llamada inteligencia artificial se ha considerado como una prometedora herramienta, tal vez el producto más revolucionario desde la revolución industrial. Pero, como dijo el Zorro en “El Principito”, “Nada es perfecto”.
Lo confirmó una investigación sobre Facebook de The Wall Street Journal. Reveló que los mecanismos empleados para priorizar los mensajes buscan exacerbar los conflictos.
Es decir, que la relevancia se mide, no por su importancia objetiva, sino por características negativas como el lenguaje violento, la agresividad y la descalificación. El riesgo es que, de esta forma, se pueden gatillar reacciones violentas como ocurrió con la ocupación del Capitolio en Washington.
Las acusaciones del Journal, que se ampliaron a otras herramientas como Instagram y Youtube, ya habían sido planteadas en 2018 por otro diario, The New York Times: “Las compañías de redes sociales han creado, permitido y facilitado que los mensajes de los extremistas entren desde lo marginal y se vuelvan parte del discurso predominante”, comentó Jonathan Greenblatt, director ejecutivo de la Liga Antidifamación, una organización que combate el discurso de odio. “En el pasado, no podían encontrar una audiencia a la cual transmitir su veneno. Ahora, tan solo con un clic, una publicación o un tuit, pueden divulgar sus ideas con una velocidad nunca antes vista”.
Las expresiones de Parisi le permitieron una buena cosecha. Pero las hay peores: el fomento del racismo hecho por Donald Trump, la desinformación sistemática sobre el Covid-19 o las ponzoñosas campañas contra las vacunas.