Ha muerto Fernando Karadima. El juicio definitivo sobre su existencia, creen los creyentes, lo hará Dios. En este mundo las autoridades de la iglesia Católica le quitaron su calidad de sacerdote, el título que le dio, en su momento, fama de santo.
En Chile, la justicia se excusó de castigarlo por sus tropelías. Aunque la ministra en visita Jéssica González dio por acreditadas las denuncias en su contra, sobreseyó a Karadima considerando que los delitos habían prescrito.
El caso salió a la luz en 2010, cuando Juan Carlos Cruz, José Andrés Murillo y James Hamilton denunciaron haber sido abusados por Fernando Karadima en la época em que era párroco en El Bosque en la comuna de Providencia.
En su rol de guía espiritual, Karadima inició una siniestra espiral de abuso de poder sobre sus víctimas, utilizando el conocimiento que tenía sobre sus vidas para hostigarlos e impedir que lo denunciaran.
El daño causado a las víctimas se conoce bastante bien, aunque es probable que haya más delitos que los que han salido a luz. No hay modo, sin embargo, de evaluar el impacto en las vidas de las víctimas y sus relaciones personales y profesionales. La periodista María Olivia Monckeberg, autora de “El señor de los infiernos”, cree que puede haber “otras víctimas desconocidas” porque “cuesta que la gente se dé cuenta y de ahí a dar la cara, poder compartir con otro, tratar de enjuiciarlo”. Así lo sostuvo en 2018 el sucesor de Karadima, Carlos Irarrázaval, cuando todavía estaba abierta la herida: ellos (Hamilton, Cruz y Murillo) son las tres figuras, pero hay muchos otros que, de distinto tipo, han sufrido. A veces nos reducimos a estas tres víctimas que son las que mediáticamente aparecen, pero son muchos más, de todas las edades, que han sufrido con lo que ha pasado. Son víctimas de distinto.
Por quienes tuvieron el coraje de dar la cara se supo la sórdida vida del ex párroco de El Bosque.
Nadie, sin embargo, ha intentado calcular el precio que está pagando la Iglesia Católica a la que Karadima decía amar.
El suyo no fue el primer caso conocido. Tradicionalmente, sin embargo, se entendía que se trataba de situaciones personales de curas aislados, ante quienes era fácil hacer la vista gorda. Con Fernando Karadima la situación era distinta, ya que la suya era una parroquia situada en un tradicional sector de fieles acomodados y con influencia. El impacto de la denuncia hizo imposible seguir escondiendo la verdad. No faltaron, por cierto, empeños por defenderlo, negando cualquier abuso. Pero, al final, el encubrimiento se derrumbó. Nunca se ha medido en toda su dimensión el daño producido.
En enero de 2018, las esquirlas del “Caso Karadima” malograron la visita del Papa Francisco a Chile sin que nadie lo hubiera previsto.
No fue el único daño. El apoyo a Karadima generó el rechazo profundo de quienes, durante la dictadura, aplaudieron a la jerarquía por su defensa de los derechos humanos. Los obispos terminaron por perder la confianza popular.
En 2019, tras el estallido social, nadie se interesó por oir la voz orientadora de los obispos. Ellos, prudentemente, optaron por el silencio. Su ausencia en el trascendental fruto de la contingencia, la Convención Constitucional, uno de los hechos más importantes de la nuestra historia, es la peor consecuencia de los pecados de Fernando Karadima.