Nos vanagloriábamos, o al menos yo lo hacía, de ser el país menos corrupto de Latinoamérica. Había razones que saltaban a la vista, por ejemplo, cuando visitábamos países vecinos y constatábamos in situ cómo las policías negociaban los partes de tránsito o a lo menos lo intentaban … “eso no ocurría en Chile” decíamos con un dejo de orgullo. O cuando nuestros líderes políticos y económicos, la misma elite tan criticada durante el estallido social, no trepidaba con discursos reiterados que los “Índices de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional en el Mundo” figuraban a Chile en una excelente posición.
¡Que errado estábamos! No cabe duda que lo más visible son las coimas generalizadas y casi públicas, tal vez en esto sí teníamos alguna diferencia con nuestros vecinos. Sin embargo, la corrupción es bastante más que eso y, lamentablemente, suele ser más intrincada y compleja, algo así como una “corrupción oculta vestida de blanca oveja”. De esto en Chile sabemos mediante fraudes de fondos fiscales realizado por los burócratas y políticos que ejercen poder, o que intentan ejercerlo, quienes, en concomitancia con algunos privados de gran poderío económico, no les importó quebrantar las confianzas de millones de honestas personas que sí creían con orgullo que al menos en este ámbito, sí éramos un “oasis” en Latinoamérica.
Pero a no engañarnos, nunca fuimos ni cercanos al “oasis” que pretendíamos. Y en esto a veces es bueno hacer una reseña histórica para darnos cuenta de que en realidad fuimos más víctimas de bonitos eslóganes, que una realidad efectiva.
Ya en la dictadura encontramos innumerables casos de corrupción que sirve recordar: El negocio de la privatización donde tal vez el caso más emblemático fue el yerno de Pinochet, Julio Ponce Lerou, que de funcionario público se convirtió en pocos años en millonario del mercado del litio; o los “pinocheques” que tuvo como protagonista a Augusto Pinochet Hiriart, primogénito del General Pinochet y su esposa Lucía Hiriart; o la “ley de amarre” donde solo tres días antes de que Augusto Pinochet pasara el mando al Presidente Patricio Aylwin, promulgó una ley que ninguno de los exfuncionarios de confianza de Pinochet puede ser despedido por los nuevos gobiernos democráticos; o finalmente, el caso Riggs que descubrió un intrincado caso de cuentas corrientes en el extranjero para ocultar serios delitos de malversación de fondos públicos.
Posteriormente en democracia, recordamos el caso “Enersis”, escándalo bursátil y político que tuvo como protagonistas a la empresa española de energía Endesa, a la empresa chilena Enersis, y a los empresarios y políticos José Yuraszeck (UDI) y Sebastián Piñera (RN en ese entonces), quienes vendieron los títulos de Enersis a Endesa por un monto sobrevalorado, en lo que también se conoció como «El negocio del siglo»; o el caso “Inverlink” que tuvo como protagonista al economista y político del PPD Álvaro García Hurtado producto de un fraude al Banco Central de Chile y a la Corfo. García fue juzgado y declarado inocente. Inmediatamente, en agosto de 2004, fue “nombrado” embajador chileno en Suecia; o el caso “MOP GATE” que dejó al descubierto un enredado y muy poco transparente pago de sobresueldos con fondos fiscales.
Ya más recientemente encontramos toda la ilícita red de financiamiento de las campañas políticas con los casos “Penta” y las recordadas clases de ética con que fueron condenados sus dueños, y el caso “Soquimich” que dejó “incólumes” a muchos de nuestros connotados políticos porque el SII no se querelló ante los Tribunales de Justicia; ni hablar del caso Caval, donde la nuera de la expresidenta Bachelet y su hijo, quisieron “saltarse la fila” dejando al descubierto una red de influencias que también “salpicó” a Luksic; o el caso Corpesca, por el que fue condenado el senador UDI Jaime Orpis.
Podríamos agregar a esta lista los casos de “Pacogate” y “Milicogate” y tantos otros, pero lo cierto es que esta rápida memoria ayuda a no dejar en el olvido nuestra capacidad para sorprendernos y mantener en alto la vara moral que nuestra gente exige a nuestra clase política.
Por eso sorprende para bien que no se haya dado espacio a que Rodrigo Peñailillo, recordado por sus presiones y actuaciones en el caso Soquimich, sea candidato al parlamento, o las críticas a Pedro Velásquez para ser candidato al Senado a pesar de encontrarse habilitado legalmente; sin embargo, resulta incomprensible que el candidato Sichel, bajo el mismo estándar ético que nuestra ciudadanía exige, aparezca fotografiado prestándole su apoyo a Iván Moreira, quien evitó una condena en el caso Penta mediante el pago de 35 millones por una salida alternativa.
Para terminar, la guinda de la torta de esta semana. Después de toda esta reseña histórica y todo lo vivido a partir de nuestro estallido social, duele y nos deja atónitos que en aras de obtener ese ansiado poder político, sea el candidato de la “Lista del Pueblo” el que haya recurrido a tan burdas y penadas formas por intentar alcanzarlo … el poder no justifica los medios señor candidato.