En la antigua ciudad griega, la Academia y el Liceo, los debates, contribuyeron al saber racional y fundamentado. Las disputas eran en el ágora, lugar del encuentro de la poli en razón de bien común. Por su parte, los romanos, recogieron esta tradición y el foro contó con célebres oradores, los que enaltecieron la discusión pública y ciudadana.
Más tarde el debate adquirió gran valor en las universidades durante la Edad Media. El respeto y confrontación de ideas, no sin pasiones, fue su sello, pero siempre con el interés de maestros y discípulos por esclarecer el asunto estudiado.
Argumentar es, por ello, un ejercicio natural de la inteligencia humana. Requiere, claro, la consistencia y honradez en la búsqueda y asentimiento de la verdad.
Para la sociedad moderna y plural el debate político es indispensable: en la democracia hay que discernir entre las proposiciones de corrientes ideológicas, partidos y candidatos. Importa siempre alejarse de lo panfletario y de los prejuicios odiosos.
Pero, si los contendores políticos desde el inicio descalifican los puntos de vistas de los adversarios sin examen ni escucha, demuestran únicamente no estar dispuestos al debate.
Así tenemos un “diálogo de sordos”. Pues nadie puede atribuirse la pretensión del conocimiento acabado de un asunto, menos en cuestiones tan discutibles como en la cosa.pública. ¡Eso es sencillamente arrogancia o demagogia!
Los debates políticos poseen peligros inherentes a ellos. Es usual que los ánimos y las pasiones se enciendan. Lo delicado está cuando la disputa carece de propuestas coherentes y adquieren por momentos ribetes virulentos con ofensas y burlas personales al adversario. La discusión no es así confiable, y se contamina, por falta de rigor intelectual y la ausencia de una visión de estado. Es verdadera ramplonería política.
Por desgracia carecemos ahora del debate político auténtico. Asistimos a impactos escénicos y recursos digitales elaborados para ganar el “mercado electoral”. El resultado: un sabor amargo que crea perplejidad, desconfianza y confusión en la población. Pues muchas palabras repetidas no ofrecen ideas ni proyectos. Únicamente los contendores esgrimen acusaciones hirientes y sacan cuentan estratégicas de tal o cual encuesta.
Necesitamos un debate más serio con actitudes que honren las candidaturas. Entre esas actitudes están el respeto, la mente amplia y las conductas que manifiesten convicción fundamentada, propia de liderazgos sólidos, sin el recurso a la falacia y a la propaganda barata.
En la defensa cerrada de tal o cual postura, ¿se ha sometido la materia al rigor del pensamiento para sostener una posición? Porque conviene estar en guardia ante debates falsos y tácticos. La vida cívica en democracia no debe permitir que el pensamiento quede en la sospecha. Menos, que la ciudadanía esté a merced de eslóganes y discursos propios de la charlatanería.
Ojalá que el debate político criollo esté a la altura de las exigencias que poseen nuestros graves asuntos públicos y que sea, a fin de cuentas, un aporte al bien común de la población y un progreso real para el país.
Horacio Hernández Anguita
Fundación Roberto Hernández Cornejo