La noche del domingo 16, tras conocerse los resultados de las elecciones, fue de cuentas tristes.
Ningún grupo o coalición logró el tercio, la llave mágica para abrir o cerrar puertas en la Convención Constituyente. Aunque hubo algunas sorpresas, fueron pocos quienes pudieron cantar victoria.
Pero la pesadilla, como las antiguas novelas por entrega, no había terminado. El miércoles 19, presionados por el plazo perentorio de las primarias, los partidos cayeron en el frenesí. En la oposición, tanto las colectividades tradicionales como las nuevas, que prometen un nuevo estilo, no lograron resolver los nudos de su convivencia. En el oficialismo hubo acuerdo en el desacuerdo interno.
Las figuras destacables son mujeres como Paula Narváez, Yasna Provoste y -temporalmente- Carmen Frei en la oposición. Evelyn Mathei lo es en el oficialismo, sector cada vez más distanciado del Presidente de la República.
Nada está consolidado.
Los cambios sociales, por acelerados que nos parezcan, siempre requieren tiempo para concretarse. El proceso que estamos viviendo comenzó por lo menos junto con la llegada de la democracia, hace tres décadas. Los días 15 y 16 de mayo fueron su momento culminante.
Para decirlo con lo que se ha convertido en un lugar común: los cambios llegaron para quedarse. Hasta aquí las certezas. Lo demás es especulación por ahora y materia de análisis histórico, social y político en los años futuros.
De los muchos cambios que estamos viviendo, me impresiona el de nuestras costumbres. Los inmigrantes de la colonia, los castellano-vascos, se caracterizaban por su sobriedad. Chile no era, por cierto, un país comparable al Virreynato de Lima. Era un país pobre, que exigía esfuerzo y sin espacio para la ostentación. Sus habitantes guardaban sus eventuales riquezas en patios fortificados tras muros impenetrables.
En los siglos siguientes, no siempre se mantuvo la sobriedad. El cobre y del salitre produjeron nuestros primeros palacios. Lo mismo ocurrió gracias al carbón (Lota) y la ganadería, cuyo ejemplo máximo es Magallanes. Históricamente la agricultura fue menos ostentosa y prefirió derrochar cualquier fortuna en las capitales de Europa.
Ese Chile se terminó en el siglo pasado. Desde el ruido de sables de los años 20, la crisis de los 30 y la irrupción de la clase media a partir del triunfo del Frente Popular, se fue construyendo un país más solidario. En tiempos marcados por la precariedad, el Estado se esforzó por crear mejores condiciones de vida, de salud, de educación, de esperanzas, en suma.
La dictadura, impregnada por el mensaje de la Escuela de Chicago, frustró ese intento.
Ahora, pese al clima de incertidumbre, exacerbado por la clásica reacción de pánico del mundo financiero, el futuro puede mirarse de nuevo con optimismo. Lo que vemos en estos días es el resultado del profundo cambio social, empezando por la revolución tecnológica de la que siempre hablamos, pero que nos cuesta asumir.
En el caso específico del periodismo, por ejemplo, hay mucho que analizar. Las redes sociales mostraron su poder lo que explica lo ocurrido en el caso de la Lista del Pueblo. Es el triunfo de los análisis instantáneos y la emotividad sin frenos. Pero no es suficiente, la información y el análisis del periodismo tradicional siguen siendo indispensables.
El Chile de la historia sensata no se ha derrumbado.