En todo el mundo la democracia está en crisis. Winston Churchill afirmó una vez que no era un sistema perfecto… pero que era el menos malo. El hecho es que, al terminar el siglo XX, la democracia parecía haberse consolidado. Era, podía creerse, el resultado de dos guerras mundiales y la Guerra Fría.
En América Latina, el tradicional “patio trasero” de Estados Unidos, había optimismo. Se habían superado “el gran garrote” de Teodoro Roosevelt y la Alianza para el Progreso de John Kennedy. En Europa se había aplicado con éxito el Plan Marshall. Solo África y Asia quedaron abandonadas a su suerte o, peor aún, sometidas a brutales despliegues de fuerza.
La creación de la ONU ayudó aunque no garantizó el cumplimiento de su propósito fundacional de “mantener la paz y la seguridad internacionales”.
El optimismo fu puesto a prueba al cruzar la frontera de siglo XXI. En 2001 el Secretario General de Naciones Unidas, Koffi Anan, sentenció que se había iniciado con “un portal de fuego”. Se refería al ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York. En las dos décadas siguientes se confirmaron los temores. Al asumir, este año, el Presidente Joe Biden sintió que debía proclamar su convicción de que la democracia había “prevalecido” en Estados Unidos. Era una reflexión necesaria luego que la negativa de Donald Trump de admitir su derrota culminara con la asonada contra el Capitolio.
Se vive una gran crisis. Es visible en la Rusia de Putin. Se acaba de poner de manifiesto tras el golpe militar en Myanmar, la antigua Birmania.
La víctima principal del golpe, Aung San Suu Kyi, era el símbolo del retorno a la democracia. Luchó por ello toda su vida como lo reconoció el comité que le otorgó el Nobel de la Paz en 1991: “por su lucha no violenta por la democracia y los derechos humanos. … uno de los ejemplos más extraordinarios de valentía civil en Asia…”.
No fue una casualidad. Su padre, Aung San, encabezó la lucha por la independencia de los británicos. En una nación con más de cien grupos étnicos, logró un apoyo mayoritario, pero frágil. Fue asesinado en 1947.
Aung San se convirtió en el símbolo del proceso. Pero la democracia no estaba consolidada: en 1962 los militares asumieron el poder. Suu Kyi, siguiendo los pasos de su padre, encabezó la resistencia. Ello le valió la cárcel y la imposibilidad de abandonar el país. No pudo siquiera recoger el Nobel en persona.
Años más tarde, en 2015, la Liga Nacional por la Democracia triunfó en las primeras elecciones libres. Suu Kyi, aunque estaba impedida de ocupar algún cargo, asumió informalmente al poder. En noviembre pasado, en un nuevo ejercicio electoral, obtuvo un triunfo aplastante. Pero los militares se negaron a aceptar la derrota.
El comandante en jefe, general Min Aung Hlaing, denunció un fraude y declaró el estado de emergencia. Aung San Suu Kyi y otros líderes civiles fueron detenidos.
La comunidad internacional ha rechazado sin éxito el golpe. Adicionalmente, sobre Suu Kyi subsiste un problema mayor: durante su gobierno se desató una dura represión de la minoría Rohingya. Fue un gravísimo atentado contra los derechos humanos.
En Myanmar el futuro de la democracia sigue siendo oscuro. En el mundo no es el único caso en estos días.
Abraham Santibáñez
Premio Nacional de Periodismo