La COP30 llegó a su fin en Belém do Pará, en pleno corazón del Amazonas, donde la conversación climática deja de ser un ejercicio abstracto y adquiere el espesor de un bioma que exige cuidado cotidiano. Quedan imágenes, 29 documentos de acuerdo aprobados y, al mismo tiempo, la impresión de un avance que todavía no alcanza el ritmo que demanda el planeta.
Para El Maule, sin embargo, esta edición dejó una señal distinta: estuvimos presentes en espacios donde se discuten decisiones de alcance global, recogiendo aprendizajes y contrastando la experiencia regional con un diálogo más amplio sobre transición y formas de gobernanza.
Participé con gratitud profunda en paneles sobre acción colaborativa y generación de iniciativas de triple impacto, subrayando una idea sencilla y exigente a la vez: un territorio orienta su desarrollo cuando define con claridad el horizonte que desea habitar y qué estructuras productivas está dispuesto a reconfigurar para que ese horizonte sea sostenible en el tiempo. Esa pregunta, que en la COP se escucha como debate global, se concreta después en definiciones muy cotidianas: reuniones y mesas de trabajo regionales, con papeles, mapas y decisiones, documentos sobre la mesa y conversaciones sin cámaras.
En Belém se habló de economías regenerativas, justicia climática y comercio de impacto. En esa conversación, las regiones ocupan un lugar específico: traducen el lenguaje de las cumbres en decisiones concretas. Las metas climáticas se vuelven presupuestos; las declaraciones sobre justicia intergeneracional se convierten en criterios para priorizar proyectos; los compromisos sobre biodiversidad se transforman en programas que afectan cuencas, cadenas agroalimentarias y ciudades determinadas. Aquello fue evidente en muchos diálogos: sin una escala regional que ordene prioridades y asuma consecuencias, los acuerdos globales quedan expuestos a la gravedad de la inercia.
Desde esa experiencia emerge una lección que, por cierto, conviene mantener a la vista: nada de esto avanza sin confianza. “Colaboración” es una palabra frecuente, pero su contenido real se expresa en gestos concretos: abrir información, compartir decisiones, sostener desacuerdos sin romper la mesa, revisar inercias institucionales que parecían incuestionables.
En torno a cada una de esas mesas hay agricultores que asumen riesgos al modificar prácticas, comunidades costeras y rurales que conviven con eventos climáticos cada vez más extremos, organizaciones que exigen respuestas a la altura de esa urgencia. Integrar esas miradas en las decisiones de desarrollo es condición para que la transición tenga raíces profundas en la identidad del territorio.
En El Maule esa conversación ya se instaló en espacios formales. En el Comité de Desarrollo Productivo Regional, representantes de distintas trayectorias revisamos si los instrumentos públicos acompañan una agricultura capaz de adaptarse a sequías más prolongadas, si los programas de fomento refuerzan iniciativas con identidad territorial o si, en la práctica, reproducen esquemas productivos que desatienden las necesidades actuales y la dinámica propia de nuestro Maule.
Lo vemos también en el proceso de instalación del primer Comité Estratégico de Sostenibilidad Regional, donde buscamos instalar una agenda de regeneración territorial como marco orientador para decisiones futuras dentro de una gobernanza compartida. En esa práctica, los comités se consolidan como espacios claves donde la cuádruple hélice, en horizontal, diseña el futuro del territorio.
Por eso, de regreso, la pregunta central no se reduce a cuántas fotos guardamos de la COP30, sino a qué hacemos con la experiencia acumulada. De Maule a la COP, y de la COP de vuelta al Maule: ese debería ser el movimiento natural. Llevar lo que somos —conflictos, aprendizajes, avances y también contradicciones— a los espacios globales, y permitir que las ideas que traemos de vuelta fortalezcan el trabajo que ya se realiza en la región, nuestras prioridades y contribuyan a ordenar la conversación de largo plazo.
Desde ahí, haber sido parte de esta COP30 es también una responsabilidad. Asistir es regresar con más preguntas que respuestas, con mayor disposición a construir comunidad y con la claridad de que el futuro climático —el de Chile y el del mundo— se juega, en buena medida, en la capacidad de regiones como Maule de ocupar su lugar en la mesa y convertir esa presencia en decisiones que cuidan vida, trabajo y ecosistemas.
Stella Moisan
Economista






