Hay un silencio denso cuando las cosas se derrumban frente a los ojos de todos y nadie sabe bien qué decir. Eso es lo que se siente hoy al observar lo que está pasando en Argentina. Ya no es solo una crisis más. No es solo inflación, pobreza o cambios de gobierno. Es el agotamiento visible de un país que ya no tiene fuerza para disimular su colapso.
Lo grave es que este derrumbe no ocurre en una nación aislada, sin conexiones. Ocurre en una de las economías más relevantes de América Latina. Y cuando un gigante como Argentina cae, la región tiembla. Porque lo que está en juego no es solo su futuro, sino también el equilibrio de un continente que comparte más problemas de lo que muchas veces se quiere admitir.
El país que fue y el país que queda
Durante buena parte del siglo XX, Argentina fue un ejemplo de desarrollo, cultura e innovación. Exportaba talento, alimentos, y una forma de vivir que muchos envidiaban. Buenos Aires competía con las capitales europeas, y el país era sinónimo de prosperidad en el imaginario latinoamericano.
Pero esa imagen se fue desgastando. Años de decisiones económicas erráticas, endeudamientos sin respaldo, controles sin estrategia, y una dirigencia dividida entre extremos ideológicos, terminaron por desfigurar la Argentina que una vez fue modelo. Hoy, lo que queda es una sociedad cansada, una moneda sin valor, una economía que no crece y un pueblo que sobrevive entre la incertidumbre y el desencanto.
El problema no es solo la crisis actual. Es la repetición del ciclo. La sensación de que nada cambia, de que todo se vuelve a romper una y otra vez. Y esa frustración social, acumulada por generaciones, es quizás el mayor peligro: cuando la esperanza desaparece, cualquier salida parece válida, incluso las que destruyen aún más.
Una bomba a punto de estallar
Hoy, el panorama económico argentino se parece a una bomba silenciosa.
El gobierno de Javier Milei ha optado por “planchar” el peso argentino —es decir, mantenerlo artificialmente estable frente al dólar— utilizando todos los dólares disponibles: reservas del Banco Central, depósitos de ahorristas, ingresos de exportadores y cualquier fuente de divisas que quede a mano.
El resultado ha sido una aparente estabilidad cambiaria, pero a un costo alarmante: la caída acelerada de reservas. Con la caja vacía, la única opción que parece quedar sobre la mesa es una nueva deuda con el Fondo Monetario Internacional.
Argentina ya debe más de 50 mil millones de dólares al FMI. Ahora, se está negociando otro préstamo que permita mantener el cepo cambiario (las restricciones para comprar dólares) y así contener una devaluación explosiva. El problema es que este tipo de estabilidad comprada con deuda es, por definición, efímera.
Si el préstamo se concreta, el mercado se inundará de dólares… pero serán dólares prestados, no productivos. Y muchos de esos fondos saldrán rápidamente del país, retirados por quienes esperaban este momento para fugar sus inversiones. Será una calma breve, y cuando ese dinero se evapore, la presión volverá con más fuerza. La devaluación no se evita: solo se aplaza.
Ahora bien, si el préstamo no se concreta, el escenario es todavía más grave. Con reservas agotadas y sin divisas disponibles en el mercado, el gobierno se verá obligado a liberar el tipo de cambio. Eso podría significar una devaluación en niveles inimaginables, y con ella, una ola de inflación feroz, estallidos sociales y una crisis institucional sin precedentes.
Se rumorea que el FMI habría ofrecido el préstamo en cuotas, pero con una condición clave: liberar el cepo cambiario por etapas. Es decir, hacer explotar la bomba… pero por partes. Ninguna de las dos alternativas parece conducir a la estabilidad real. Son solo caminos diferentes hacia un mismo abismo.
¿Y qué tiene que ver el resto de Latinoamérica?
Mucho. Porque aunque cada país tiene su propia historia, Argentina funciona como un espejo incómodo. Lo que allá estalló, en otros lugares apenas se contiene. Economías frágiles, sistemas políticos colapsados, inflación disfrazada, populismo creciente, y un nivel de polarización que impide acuerdos básicos.
El efecto contagio no es solo económico —aunque ya se nota en monedas presionadas, mercados nerviosos y flujos de inversión cautelosos—. Es también psicológico y político. Cuando en un país se rompe el contrato social, cuando se pierde la fe en la institucionalidad, los demás empiezan a cuestionar también su estabilidad.
Por eso no se trata de mirar con lástima lo que vive Argentina. Se trata de entender que podría pasarnos. Que las mismas causas, en condiciones similares, pueden provocar los mismos efectos. Y que si seguimos postergando decisiones de fondo, corremos el riesgo de repetir una historia que hoy, desde afuera, parece ajena.
Por Rodrigo Araya Attoni
Analista Político Independiente