Chile atraviesa una de las etapas más complejas desde el retorno a la democracia. Ya no se trata de una crisis pasajera ni de un desajuste temporal del sistema. Es hora de asumir, sin eufemismos ni maquillaje, que estamos inmersos en una crisis institucional de carácter estructural, donde la desconfianza ha dejado de ser un fenómeno aislado para convertirse en el estado natural de la ciudadanía frente al poder.
El país camina sobre una cornisa: al borde del quiebre del contrato social. Las instituciones públicas, que debieran ser pilares de cohesión, están hoy permeadas por la corrupción, el clientelismo y la indiferencia ética. Lo más grave no es solo el hecho de que estas prácticas existan, sino que se han vuelto tolerables, cotidianas e incluso previsibles. En este contexto, la corrupción ya no indigna: se normaliza.
El derrumbe de la confianza
El chileno promedio ya no cree en el Parlamento, en el sistema judicial, en las policías, ni en los partidos políticos. Tampoco en los sistemas de control ni en los mecanismos de fiscalización. Esta pérdida de confianza transversal ha dado paso a una sociedad fracturada, polarizada y desconectada de cualquier horizonte común. Se ha roto la relación entre representación y representado.
Esta crisis de confianza no es espontánea ni coyuntural: es el resultado de años de promesas incumplidas, reformas cosméticas, escándalos impunes y una elite política que miró hacia otro lado mientras el tejido institucional se deshilachaba. El estallido social del 2019 fue una advertencia. Lo que vino después —incluido el fallido proceso constitucional— solo evidenció la profundidad del problema.
Corrupción estructural: el cáncer que avanza
No basta con hablar de “manzanas podridas”. La corrupción en Chile ha dejado de ser una excepción. Está en licitaciones públicas amañadas, en designaciones por cuoteo, en tratos privilegiados a ciertas empresas, en fundaciones fantasmas, en sobresueldos, en abusos de poder, en redes clientelares que atraviesan gobiernos de izquierda y de derecha por igual.
Lo más peligroso no es solo su existencia, sino la sensación de impunidad estructural que la acompaña. ¿Cuántos casos mediáticos han terminado sin consecuencias reales? ¿Cuántos líderes han sido protegidos por sus propios pares? ¿Cuánto tiempo más puede resistir una democracia cuando el poder se transforma en una red de protección mutua?
La hora de asumir: mañana ya es tarde
La gravedad del momento exige decisiones drásticas, éticas y urgentes. Postergar el diagnóstico solo agudiza el daño. Por eso, entiendo que al menos siete son medidas urgentes para iniciar la regeneración institucional de Chile:
1. Reconocimiento público de la crisis
El gobierno, el Congreso, el Poder Judicial y los actores sociales deben reconocer públicamente la crisis ética e institucional, sin dilaciones ni tecnicismos. No hay solución posible sin diagnóstico honesto.
2. Justicia efectiva y sin distinciones
Se requiere una ofensiva judicial contra la corrupción que no discrimine por color político ni por influencia económica. La impunidad es el principal obstáculo para la regeneración.
3. Convocatoria a un gran pacto ciudadano
Se necesita un nuevo pacto de valores republicanos, donde ciudadanía, Estado y sociedad civil redibujen juntos el marco ético de convivencia. Sin diálogo amplio y legítimo, no habrá transformación sólida.
4. Reingeniería institucional profunda
Modernización real de los órganos de control, fin del cuoteo político, profesionalización del servicio público y separación estricta entre negocios privados y función estatal.
5. Educación cívica y ética desde la base
La corrupción se combate también en las aulas. Se necesita una transformación cultural que devuelva el sentido del bien común y la dignidad al ejercicio de lo público.
6. Renovación obligatoria de la clase política
Es momento de desprenderse de todos los políticos que llevan más de 10 años en ejercicio. La política debe ser un servicio, no una carrera vitalicia. Esta gente ya no resultó. Seguir votándolos es repetir el mismo error esperando resultados distintos. En este escenario, ¿vale la pena nuevas elecciones presidenciales y parlamentarias con los mismos actores de siempre?
7. Gobierno de transición ético y transversal
Debemos orientarnos a la formación de un gobierno provisional de emergencia, donde confluyan los mejores perfiles de manera transversal: académicos, intelectuales, expertos en justicia, y representantes de la ciudadanía. Este gobierno de transición deberá contar con acompañamiento de organizaciones internacionales útiles (descartando a organismos fracasados como la ONU), y su tarea será refundar las instituciones del Estado.
Este grupo rector establecerá las nuevas bases del sistema político-administrativo, eliminará el lobby, protegerá al ciudadano frente a los abusos, y difundirá el plan nacional en foros abiertos y programas de instrucción cívica local.
Solo después de este proceso, con una visión de país consensuada y clara, la ciudadanía podrá elegir a un nuevo presidente y un nuevo Congreso, compuesto por quienes participaron activamente en la reconstrucción, y estén alineados con el nuevo modelo. Así se evitarán discusiones estériles y se ejecutará la renovación sin dilaciones ni boicots internos.
Refundar es ahora
Refundar es ahora. Porque mañana, sencillamente, puede ser demasiado tarde.
Los testimonios vivos de muchos países latinoamericanos así lo demuestran. Las visiones políticas de la izquierda y la derecha, tal como las entendimos durante décadas, hoy están fuera de contexto.
Hay gente de derecha muy capaz, y también gente de izquierda con gran compromiso social y formación. Entonces, ¿por qué no terminamos de tirar del mantel, nos ponemos de acuerdo en una visión común de país, con un mix de ideas que se acerquen al bien común?
Chile necesita una gobernabilidad madura, abierta, sin extremos, en la que la ciudadanía pueda volver a confiar. Mientras sigamos apostando a un modelo de discusión de trincheras, se vendrá la noche. Y definitivamente, este país caerá desde la cornisa.
Por Rodrigo Araya Attoni
Analista Independiente