En septiembre de 1960, en un hotel de Chicago, fui testigo del primer debate presidencial televisado de la historia. No era una práctica nueva en Estados Unidos. Los había habido desde mucho antes. En 1858 se realizaron los más famosos, la serie de encuentros entre los candidatos a senadores por Illinois Abraham Lincoln y Stephen Douglas.
En 1960, se enfrentaron el vicepresidente republicano Richard Nixon y el aspirante demócrata John F. Kennedy. En lo personal, me pareció una innovación interesante que esperaba ver algún día en Chile. Quien sacó mejor provecho fue Kennedy, que traía un tostado natural de sus vacaciones. Nixon, cuya barba oscura crecía con rapidez, no quiso que lo maquillaran y su traje gris no destacaba bien en el escenario blanco y negro. Se dice que quienes escucharon el debate por radio le dieron la ventaja a Nixon.
Era previsible: como vicepresidente ya había dado muestras de su capacidad de encarar con éxito los micrófonos. Pero la radio, como sabemos ahora, no es lo mismo que la televisión. Kennedy ganó el debate por la TV y, después de otros tres encuentros, triunfó en las elecciones de ese año por estrecho margen.
La semana pasada, confinado en mi casa por la pandemia, al ver el debate entre el Presidente Donald Trump y su rival demócrata, Joseph Biden, pensé más de una vez que estaba ante el último encuentro de este tipo. Muchos televidentes pensaron lo mismo en todo el mundo. Solo la seguridad de que se mejorará el formato permitió que no se suspendieran los dos debates faltantes. Pero, a estas alturas, el único enfrentamiento atractivo parece ser el de este miércoles entre el actual vicepresidente Mike Pence y Kamala Harris, la compañera de lista de Biden.
Aunque, según la mayoría de los comentaristas, el ganador del debate fue Biden, no hay certeza de que sea el triunfador en las elecciones. Su principal mérito fue que, frente a un energúmeno desatado, que ni siquiera el moderador pudo controlar, mantuvo casi siempre la calma. Pero estuvo lejos de los grandes contendores del pasado. Se le vio deslucido.
Un especialista en lenguaje corporal de la CNN le criticó que no mirara a su rival, y tratara en cambio de hablarle directamente al público detrás de las cámaras. Los expertos creen que cualquier participante, aunque no esté de acuerdo con el tono violento del debate, debe ser capaz de mirar directamente a su rival.
A estas alturas, lo más complejo para hacer un pronóstico es la habilidad de Trump para sorprender y derrotar a las encuestas. Hay que recordar que, hace cuatro años, sacó menos votos populares que Hillary Clinton. Su estilo, que esta vez significó un programa caótico y nada claro, tiene admiradores. El rechazo que generó su negativa a condenar a los supremacistas blancos le hará perder votos, pero probablemente le significará el apoyo de muchos buenos ciudadanos norteamericanos, preocupados por la violencia racial. No se sabe lo que la mayoría piensa de sus increíbles declaraciones de impuestos, pero puede que muchos aplaudan su “viveza”.
Como fuere, la Comisión de Debates Presidenciales dictaminó que “el debate ha dejado claro que debería añadirse una estructura adicional al formato de los debates que quedan para garantizar una discusión más ordenada de los asuntos”.
Habrá que esperar y ver. Haré la prueba en homenaje a esa lejana noche de 1960.