El 26 de marzo de 2020 interrumpía mi estadía en Melbourne, a sugerencia del gobierno australiano que, apoyado en la alerta emitida por la OMS Internacional, declaraba al Covid-19 una Pandemia, anunciaba el cierre de sus fronteras e invitaba a todos los no residentes a abandonar el país, a pesar de que, en esa fecha, en ese lugar no existían casos reportados.
La noche anterior el gobierno australiano había comunicado al país un estricto confinamiento de su población y abordaba las primeras medidas de su plan que, entre muchas normas de resguardo sanitario, establecía un conjunto de medidas de apoyo económico entre las que se contaban subsidios a los empleos que se verían interrumpidos y un aporte monetario importante a todas las familias que arrendaban bienes raíces, asociado a la suspensión de cobros hipotecarios, mientras durara la emergencia.
Recuerdo haber salido ese día por las calles de una ciudad confinada y desde un aeropuerto que solo tenía en los counter de las aerolíneas el chequeo de quienes abandonábamos el país, tomando un vuelo de regreso, no sin antes haber dado respuesta a un estricto chequeo sanitario.
Cuando llegamos a Chile, la primera impresión que me generó ver en los hangares de Latam un sinnúmero de aviones estacionados fue: Estamos en un problema y grave.
Chile reportaba sus primeros casos de la Pandemia, y comenzaba a desarrollar lo que su plan le indicaba, ese plan inmerso en una ecuación que después nos daríamos cuenta de que no solo era imperfecta, sino que además carecía de variables, una de ellas esta enfermedad y sus consecuencias.
Durante muchos años, Chile fue visto por el barrio como un ejemplo de desarrollo, no había economía Latinoamericana que pudiera siquiera compararse a sus altos índices de eficiencia, alta responsabilidad fiscal, mínimo endeudamiento internacional, un comercio internacional pujante, un alto indicador de ingresos per cápita, un país que había disminuido su cesantía considerablemente en un periodo de 30 años, lo que lo transformaba en un lugar donde la inversión, sobre todo internacional, era segura y rentable.
Toda esa imagen duró hasta que nos enfermamos, porque al igual que un computador que siempre funcionó a la perfección, bastó un virus que su protección desconocía para que presentara complicaciones, muchas de ellas graves.
De nada sirvieron las improvisaciones y menos los cantos de sirena que llamaban a la calma a la población, porque teníamos, textual “La mejor salud del planeta”. La ecuación sobre la cual habíamos vivido comenzaba a fallar, la variable Covid-19 nos desarmaba el esquema y dejaba al desnudo la verdadera realidad del país, que se ufanaba de estar en las más altas vías del desarrollo.
El mejor alumno de la OCDE comenzaba a mostrar las bases de su sustentabilidad, a pesar de que este organismo ya hacia algunos años advertía que había indicadores en Chile que debían corregirse, porque su ranking en la llamada Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, no era de los mejores.
Ante la confusión, Chile se ve enfrentado a un dilema que nunca imaginó, este es, cómo podemos solventar una economía, con una ausencia total del Estado, con un nivel de desigualdad tan elevado, donde la concentración de la riqueza estaba en el 1 o 2% de su población y con un índice de precariedad del empleo que dictaba que el 70% de la masa laboral chilena, dependía del emprendimiento propio, era dependiente de una Pyme y con sueldos promedios no superiores a US$ 500, dólares al mes.
Ante esto, la mayoría de quienes generaban empleo, se acogieron a un salvataje gubernamental, que, en vez de ir en ayuda a la población, fue en ayuda de las fuentes de trabajo, obligando a sus trabajadores a que hicieran uso de sus fondos de cesantía, fondos que no cubrían, en la mayoría de los casos, las remuneraciones que estaban acostumbrados a percibir.
La crisis económica se había desatado y el modelo neoliberal chileno, basado en el endeudamiento, comenzaba a crujir.
Los bancos, como paraguas de verano, se cerraron cuando comenzó a llover, algunos ante la situación de insolvencia, hicieron un atisbo de humanidad y permitieron la prórroga por algunos meses de los compromisos de quienes afectados por las circunstancias no podrían cumplir, no sin antes por supuesto y como la norma lo indica, cobrar por esas prorrogas y concediendo préstamos paralelos. Pero después de eso, de los Bancos y las instituciones financieras jamás hemos vuelto a saber.
El gobierno, más en una improvisación que en un plan, focalizó ayudas económicas que fueron insuficientes al punto que, a estas alturas, los trabajadores siguen sosteniendo la crisis con sus propios fondos previsionales, ante la ausencia de una política social que permita al gobierno ayudar a su población en momentos de crisis.
Entonces, ¿en qué país, vivíamos? ¿Era este el país del cual estábamos convencidos era una joya comercial y financiera, ejemplo mundial de desarrollo? No, vivíamos en el mismo país sin recursos de siempre, encasillados en un esquema que funcionaba solo para algunos en desmedro de la mayoría y que cuando entramos en conflicto la ayuda social no existía, porque no se había programado, ni siquiera imaginado, porque Chile era el país de la competencia, del esfuerzo personal, donde el que se la puede llega y el que no, se queda y muere. Un país donde ni siquiera una cuarentena es efectiva, porque la gente no puede quedarse en casa a la espera de una ayuda que no llega.
Es verdad que no podemos compararnos con países desarrollados, sería una imprudencia, pero si te quieres parecer a ellos, al menos adopta las buenas prácticas. Angela Merkel, Emanuel Macron y varios líderes de la Comunidad Europea, al ver que serían fuertemente atacados por la pandemia, como así es, pusieron en marcha su plan social, ese que tiene que estar presente siempre, porque un país no vive de números, vive de realidades, un enfermo no sana mostrándole los exámenes, sino que aplicándole el tratamiento preestablecido.
La ecuación no era perfecta, es más, estamos sin ecuación, enfrentados a una de las enfermedades más graves de los últimos 100 años, periodo en los cuales una pandemia se encarga de recordarnos lo vulnerable que somos.
La pregunta es, y ahora, ¿cuál es el plan que nos permita enfrentar el descalabro social y económico que este virus no dejará como legado? Porque algún plan debe haber cuando se indica ya que la mayoría de las Pymes donde se sustentaba el empleo en Chile están quebradas y donde los reconocidos índices de cesantía actualmente superan los dos dígitos.
¿Que se hará con las deudas que se adquirieron en un escenario distinto al actual? ¿Cuál será el pronunciamiento del mercado financiero ante la crisis? ¿Qué dirá el retail que endeudó sistemática e irresponsablemente a una masa de personas que no podrá pagar?
Habrá que subir los impuestos, si; habrá que terminar con las exenciones tributarias, si; habrá que reacondicionar el presupuesto nacional en favor de políticas sociales, si; habrá que disminuir al mínimo los gastos en defensa, también, porque llegó la hora de entender que esto no es un tema de ricos o pobres, el país no se arregla porque el que más tiene debe pagar más. Se arregla con que cada cual pague lo justo y lo que la ley le obliga.
He de esperar que se terminen los discursos y planifiquemos un futuro que en los próximos meses no será fácil, tanto que debemos animarnos con saber responder con altura a los desafíos que nos pone por delante una sociedad desnuda, con un Estado sin planificación, con una crisis institucional sin precedentes, en la mayor indefensión social y lo peor, carentes de un plan que termine con la incertidumbre.
No hay mayor tranquilidad cuando sientes que no estás solo, esa sensación que debe sentir mi hermano en un país como Australia, que le dice cuídate, nosotros arreglamos esto.
Rodrigo Araya Attoni