Hiriente como toda parodia, la primera caricatura política publicada en nuestro país consistía en un dibujo coloreado de un artista desconocido. Mostraba a José de San Martín, de uniforme, montando un burro cuya cara era la de Bernardo O´Higgins vestido solo con la chaqueta de su uniforme.
Fue apenas el comienzo. En los dos siglos siguientes, la mayor parte de nuestros personajes públicos han sido sometidos un tratamiento igualmente despiadado. En el siglo XX algunos presidentes de la República fueron caricaturizados como animales, aunque más nobles que el asno de O’Higgins. Los más conocidos fueron el León (Arturo Alessandri) y el Caballo (Carlos Ibáñez). A Pedro Aguirre Cerda lo motejaron como Don Tinto, a Salvador Allende como Bigote Blanco y hasta los integrantes de la Junta Militar sufrieron algún apodo.
Como demostró crudamente la dictadura inaugurada en 1973, el ejercicio humorístico nunca fue gratuito. En 1987 la revista Apsi fue perseguida debido a una edición especial en cuya portada aparecía Pinochet convertido en Luis XIV. No fu el único caso.
La sátira es tan antigua como la civilización.
Desde la antigua Grecia se conocen nombres de autores cuyo recuerdo no se ha borrado. No eran mansas ovejas: usaban la diatriba cuando querían criticar implacablemente la mala conducta del prójimo. Florecieron más tarde en Roma con el mismo propósito de ridiculizar los vicios humanos.
Entre el aplauso del público y el rechazo de los afectados, este es un género que ha vivido en prácticamente todas las sociedades, incluso las más recatadas. Como gozan de un amplio favor popular, casi no hay manera de defenderse.
En Chile el más reciente episodio tuvo un gran eco. En un mensaje público, el Ejército protestó contra un programa de sátira en la televisión. En rápida escalada, se sumaron la Fuerza Aérea, la Marina y el ministro de Defensa.
En una espontánea reacción, medios y periodistas expresaron de inmediato su malestar. Un grupo de 250 profesionales de la comunicación fue más allá y optó por acudir a Pedro Vaca Villarreal en su calidad de Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Hicieron “un llamado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a través de la Relatoría para la Libertad de Expresión, para que tenga a bien realizar una visita in loco a nuestro país, y en subsidio, que requiera del Estado información sobre los hechos denunciados y las medidas que adoptará para reestablecer el pleno ejercicio del derecho a la libertad de expresión”.
Cualquiera sea la suerte de esta petición, tras ella hay un tema de fondo: ¿tiene límites la libertad de expresión? ¿Cuáles son?
La respuesta es que sí. Todo, libertades incluidas, tiene un límite. Y, aunque el debate es largo y complejo, no cabe duda, por ejemplo, de que uno no se puede hacer mofa de los defectos personales de nadie. Tal vez antes se aceptaba, pero en la medida que ha crecido la conciencia de los derechos humanos, se hace evidente que no corresponde reírse de alguien que es diferente cualquiera sea su eventual o presunto defecto, físico o síquico.
La esencia de los Derechos Humanos reside en el pleno respeto de la dignidad de las personas. Pero, claro, no ocurre lo mismo con las instituciones. Menos cuando se suben a un pedestal y se declaran intocables.