Lo primero que expondré es sabido por todos: En su intento por desacelerar la propagación del virus, la mayoría de los países impusieron medidas draconianas a expensas de derechos democráticos fundamentales, de conculcar derechos humanos y de borrar todo vestigio de reivindicaciones, de cambios sociales logrados con la lucha de muchos años de los pueblos.
Muchos de estos países tenían sistemas económico-sociales y políticos frágiles, altos niveles de desigualdad, ausencia de redes de seguridad social, y de apoyo estatal, con servicios públicos febles. Desde antes de la pandemia enfrentaban una tensión severa, crisis de legitimidad de sus gobiernos, parlamentos, partidos políticos e instituciones y protestas populares masivas, como el caso de Chile y lo que se denominó “el estallido social”.
Ante esta recesión económica mundial sin saber cómo mejorar las economías nacionales, restaurar las libertades políticas básicas, esas frustraciones sociales se agravaron aún más y han conducido al desprestigio de las instituciones, al descontento, a la combustión social, y al peligro de la descomposición de la sociedad, como consecuencia de terminar con el sistema de los abusos.
No es irreal plantear que el sistema económico mundial es la utopía predominante de los poderosos en este siglo. No es sólo una teoría monetaria, una visión económica, es una concepción totalizadora de la humanidad, de su historia universal, de su existencia que carcome hasta la estructura ósea de las personas con la pobreza y el hambre y trata de desintegrar las mentes con la abolición del pensamiento crítico.
Antes del Coronavirus esta situación de crisis económica ya existía, en todo caso tomó otra intensidad y se profundizó y agravó, pero no es muy diferente de lo que uno imaginaba que iba a pasar.
A las clases sociales de antaño se sumaron dos nuevas escalas de la estratificación social: la mentada clase media, que ha dado para tantas definiciones, que nadie sabe dónde situarla social y económicamente, que tiene las posibilidades de trabajar desde casa (home office) en los oficios fundamentados en el conocimiento, la información, los símbolos y las decisiones; y la clase trabajadora compuesta por migrantes indocumentados, empleados dedicados a hacer y mover cosas, empleadas domésticas, comerciantes, empleados en situación de informalidad, el sector informal mismo, repartidores de mercancías y alimentos, recolectores de residuos domiciliarios, feriantes, etc. que no tenían la posibilidad real y material de resguardarse del Coronavirus SARS- CoV-2, y que están expuestos a contraer y contagiarse. La brecha de la desigualdad no solo se amplió con la pandemia, sino que ésta potenció la exclusión social, la vulnerabilidad y los riesgos. ¡Esos fenómenos ya estaban desde el inicio del sistema capitalista y no se necesitó llegar al fin de la crisis sanitaria para que se manifestaran en toda su extensión! ¡Expresar que la pandemia no nos ha golpeado a todos por igual, es una mentira!
Vivimos en un modelo neoliberal que instaura un estado subsidiario, que deja a la libre competencia, y al Mercado la asignación de los bienes y servicios. Lo anterior hace que se produzcan hechos insólitos, como por ejemplo que para poder palear la pobreza, el hambre, sean los propios trabajadores los que tengan que recurrir a sus propios fondos de las AFP, para sobrevivir el tiempo que les permita la cantidad de dinero logrado. Ese Estado no garantiza los derechos sociales, a lo más los enuncia, pero pone más énfasis en la libertad de elección que en el ejercicio de los derechos. Usted será libre de elegir de salud que quiera, existirá libertad de educación para que los padres pongan a sus hijos en el colegio que quieran, pero no existirá el derecho de acceso a la salud, no existirá el derecho a la educación, y ante estas situaciones el estado deja al mercado la solución de los problemas.
La crisis reflejó las inmensas desigualdades socioeconómicas que hasta en EE.UU, existen. Esto quedó demostrado porqué la geografía de la pandemia mostraba situaciones disímiles, variadas y se manifestaba diferente según los lugares. Los barrios más ricos, como los que rodean Central Park, tenían los hospitales con más prestigio y recursos, y las condiciones de vida de los vecinos (apartamentos más espaciosos con menos habitantes por metro cuadrado, menos hacinamiento, capacidad económica para estar confinados durante mucho tiempo), hacían más fácil la contención del virus.
El panorama cambiaba drásticamente en determinados vecindarios de Queens y de Brooklyn, cuyos hospitales llevaban semanas saturados. Estados Unidos, después del 11-S, es el país que más gasta en seguridad nacional, pero es totalmente contradictorio que Nueva York haya sido la ciudad más peligrosa del mundo para vivir en esos momentos.
En plena pandemia Forbes estimaba que los 2.200 mayores multimillonarios terminaron el año un 20% más ricos que cuando empezaron, sumando 1,9 billones de dólares adicionales a sus bolsillos, mientras el planeta en que viven sufría su peor catástrofe económica en casi un siglo, con una caída del PIB mundial de 4% que se encargaba de dejar más pobres y hambrientos. Las desigualdades caracterizan a los desposeídos como hijos del rigor y a los multimillonarios y su descendencia como hijos de la opulencia. En 13 países de la OCDE, más Nueva Zelanda se aplica.
En junio de 2019, un grupo de 19 multimillonarios –18 identificados y uno “anónimo”, once familias en total– han publicado una carta en el sitio web Medium.com para solicitar que “se nos imponga a nosotros un impuesto moderado sobre la fortuna de una décima parte del 1% más rico”.
Entre los firmantes figuran el financiero George Soros, Chris Hugues –cofundador de Facebook–, herederos de dinastías como la cineasta Abigail Disney y otros.
La pandemia terminó reforzando los estados y consolidando el nacionalismo en la mayoría de los países del Globo.
Los gobiernos convinieron en tomar medidas de emergencia mediante instructivos para manejar la crisis socio–económica, y una gran mayoría, por no decir todos, renunciaron a estos nuevos poderes adquiridos mucho antes que terminara la crisis.
Y cuando tales medidas se imponen en democracias consolidadas como las de Francia, países escandinavos, Alemania, Nueva Zelanda, la misma España y algunos más, las decisiones, como cualquier tipo de restricción, se examinan y regulan mediante procesos consensuados, definidos por instituciones democráticas bien establecidas y con plazos claramente determinados. En esos países el orden democrático está volviendo a la normalidad y se levantaron las restricciones. Algunas de esas democracias maduras –pero muy lejanas de la perfección– ya enfrentaban desafíos sociales antes de la crisis, como el movimiento de los chalecos amarillos, en Francia, los movimientos por el Brexit, en Reino Unido.
Esos conflictos se agravaron ante la recesión económica post pandemia. No obstante, en la medida que se daba solución a los problemas socioeconómicos, se empezó a retornar a la normalidad, se permitió nuevamente a los ciudadanos expresar sus frustraciones y manifestarse a través de los canales democráticos establecidos como protestas, elecciones y medios de comunicación libres. Algo imposible de cambiar fue la naturaleza fundamentalmente conflictiva de la política mundial. Las plagas anteriores, incluida la epidemia de gripe de 1918-1919, no pusieron fin a la rivalidad de las grandes potencias ni marcaron el comienzo de una nueva era de cooperación global, más bien se agudizó con la guerra fría y con la creación de la globalización por parte Estados Unidos.
La pandemia originó un mundo considerablemente cerrado, casi hermético, menos próspero y menos libre. No tenía que ser necesariamente así, pero la desastrosa combinación de un virus mortal, una planificación inadecuada y un liderazgo incompetente puso a la humanidad en un camino nuevo, preocupante y desvalido para los necesitados.
A raíz de ello, el primer escenario que se planteó para, como muchos denominaron, “el día después de la pandemia”, fue el de una sociedad depauperada ante la erosión y pérdida del ingreso familiar, el desempleo, las enormes desigualdades, así como un avasallamiento sistemático de las así denominadas clases medias y las clases bajas, lo que abría paso a una mayor globalización y extensión continental horizontal de la pobreza y a la emergencia de fenómenos como las hambrunas, con efectos letales en el mundo subdesarrollado.
La vacuna, como hecho social total no se limitó a lo estrictamente sanitario. Sus implicaciones profundas son no solo epidemiológicas, sino también geopolíticas, geoeconómicas, laborales, ambientales, educativas, mediáticas, científicas, culturales, entre otras muchas.
La sociedad post pandémica ha sido preñada con la mayor incidencia de la incertidumbre en la vida de las sociedades humanas. Ni los individuos, ni los Estados tienen control pleno sobre los aspectos más inmediatos que les atañen, ni sobre su cotidianidad, decisiones y acciones. La toma de decisiones también se ha modificado sustancialmente y está más expuesta a la volatilidad y a la imprevisibilidad, especialmente en aquellas sociedades laceradas por el subdesarrollo, la dependencia y la exclusión social, que son producto de la supremacía del dinero, del poder y el sistema manejado por unos pocos en detrimento de la mayoría.
La misma vida de los ciudadanos o se modifica a raíz de la serie de rupturas históricas condensadas a lo largo del 2020, o será una vida anquilosada en la indiferencia, el individualismo hedonista y en el conformismo social. La peor de las condenas será que todo siga igual en cuanto a las condiciones de vida y bienestar, que los ricos perpetúen sus excesos con el patrón de producción, inversión y consumo imperante, y que los dispositivos sistemáticos de avasallamiento de la clase trabajadora se impongan sin reparo y sin resistencia creativa, que es precisamente lo que estamos demostrando hoy: ¡Resistencia creativa para el cambio! Tenemos ejemplos de ese tipo de resistencia, como Islandia con su Asamblea Constituyente y Chile, porque con su Estallido Social crearon una consigna que expresa lo que todos pensamos, sentimos y deseamos: “HASTA QUE LA DIGNIDAD SEA COSTUMBRE”.
Ello estará en función de la relevancia para que cada sociedad asuma la espiritualidad, la cultura de la solidaridad y el ejercicio del pensamiento utópico. ¿Es que alguien se ha percatado que dejamos de saludarnos de manera afectiva y dudamos mucho antes de hacerlo con un apretón de manos?
Dejamos de saludarnos con un beso en la mejilla, de asistir a cenas con amigos sin saber con antelación como se preparó, la desconfianza se manifiesta hasta en los más mínimos detalles de nuestro existir y, escuchen bien, solo la imaginación creadora y la capacidad para proyectar el futuro contribuirán a remontar la lápida que se cernía y aún lo hace, con la pandemia y con sus múltiples implicaciones estructurales, sistémicas, coyunturales, cotidianas, culturales y familiares.
El planeta no ha abandonado la perspicaz y egoísta manera de relacionarnos que tuvimos durante la pandemia: “Tengo que hacer lo que pueda para desentenderme del virus, rechazarlo. “Si logro que se aleje de mí se aproximará al vecino y me dejará en paz”. El mundo post pandémico es el del vértigo, de la insensibilidad, “del arréglatelas como puedas”, de la desconfianza, de la incertidumbre –que no era imprevista ni sorprendente como la pandemia, porqué las relaciones socioeconómicas de las sociedades actuales fueron creadas con el inicio de la civilización–, y de recurrentes crisis en múltiples esferas de la vida social. Escapar de ello impone la urgencia de pensar en tiempo real un nuevo tipo de convivencia y de desplegar nuevas formas de organizar a la sociedad para modificar las estructuras de poder, dominación y riqueza que hasta la fecha se despliegan y encubren los intereses creados.
Todo el mal nuestro empezó con la civilización que implementó la esclavitud que bajo otras formas, se sigue haciendo presente en nuestras vidas, como lo manifiesta la famosa frase: “La explotación del hombre por el hombre”.
El poder del dinero y de las élites políticas se han apropiado, y desde su posición de privilegios, han aplicado en toda su expresión la palabra “yermo” en sus dos significados, que los caracteriza plenamente: los pobres y los necesitados viven en un terreno que no está cultivado o no se puede cultivar. “Por más que lo intentaran, nunca harían crecer nada en ese yermo”. Y el segundo, que indica un lugar que está muy empobrecido.
“El sistema económico convirtió a los lugares donde viven los estratos sociales bajos en un yermo”. Eso identifica la supremacía del poder y del dinero sobre el ser y su humanidad.
Para los ricos los pobres no son nada, sólo tienen un pasado de lucha como referente, que de nada sirve, y el presente que tienen carece de proyecto futuro satisfactorio y ya dejó de ser parte de las elecciones del pasado. Vale decir que para ellos la mejor parte de nosotros cayó y nuestra miserable sobrevivencia es cadena perpetua.
Muchos me han preguntado: ¿Qué es legitimidad política? y si nosotros la tenemos. Desgraciadamente esa legitimidad se refiere al ejercicio del poder que nosotros estamos lejos de obtener. Para nosotros el poder político al que aspiramos y que es percibido como legítimo, será obedecido por haber sido concebido por una gran mayoría, mientras que el percibido como ilegítimo será desobedecido, salvo que se obtenga obediencia y sumisión por medio de la violencia del Estado.
Para la civilización, la esclavitud era legal. El colonialismo era legal. El apartheid era legal. La legalidad es una cuestión de poder, no de justicia.
Y, como Galileo Galilei, amo la simetría.