El fallo que deja a la actriz María Elena Swett sin la custodia de su hijo vuelve a poner en debate una herida social poco visible: La Violencia Vicaria y el Desarraigo Parental.
Un primer concepto que, aunque afecta principalmente a las madres, también menoscaba a los padres en cuanto al despojo de los hijos, lo que refleja un sistema que falla en proteger los vínculos de la infancia.
La reciente decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos de no acoger la solicitud de María Elena Swett por la custodia de su hijo no sólo cierra una batalla judicial, sino que abre un debate urgente: ¿Qué tan preparados estamos como sociedad para comprender el daño emocional que se esconde detrás de los conflictos parentales?
Más allá del nombre mediático, este caso refleja una realidad que viven cientos de familias chilenas. Relaciones que se quiebran, vínculos que se erosionan y niños que terminan convertidos en el centro de disputas donde el afecto se instrumentaliza y el amor se judicializa. En ese tránsito, lo que alguna vez fue protección puede transformarse en una forma de control o castigo.
En mi investigación sobre Violencia Vicaria y desarraigo materno, he visto cómo los hijos se transforman, muchas veces sin quererlo, en mensajeros del enojo de los adultos. Se les induce a desconfiar, a rechazar, a borrar parte de su historia emocional.
Esa manipulación sutil, que no deja marcas físicas, pero sí heridas profundas, constituye una forma de violencia que cuesta reconocer y que, con frecuencia, el sistema invisibiliza.
Es allí donde entra el concepto de Violencia Vicaria, una forma de violencia psicológica en la el progenitor utiliza a los hijos para dañar emocionalmente a la madre.
Se expresa a través de la obstaculización del contacto, la distorsión de la narrativa afectiva o el fomento del rechazo.
Aunque su reconocimiento jurídico aún es limitado, su impacto psicológico es devastador: Madres despojadas del vínculo, niños atrapados en el conflicto y un Sistema Judicial que no logra intervenir de manera efectiva.
Como señaló Catherine Rojas, Directora Social de Mujeres Líderes Políticas: “Cuando un niño aprende a rechazar a un progenitor por influencia del otro, no sólo se afecta la figura adulta, sino también la estabilidad emocional del menor, dejando huellas irreparables”. Esa frase resume la gravedad del problema: Cuando el amor se convierte en campo de poder, todos pierden.
Sin embargo, el desarraigo parental no es exclusivo de un sólo género. También hay padres que viven el dolor de ser apartados injustamente de sus hijos, víctimas de dinámicas similares de manipulación emocional. Aunque la Violencia Vicaria, por definición, se ejerce hacia la madre, el fenómeno del despojo filial trasciende género, clase social y color político. Es un problema país.
El dolor del desarraigo —ya sea de una madre o de un padre— se parece a arrancar las raíces de un árbol y esperar que siga floreciendo. Un hijo sin una de sus figuras parentales crece con una parte de su historia mutilada. Y sin historia, no hay identidad. Sin verdad, no hay crecimiento.
Por eso, más allá de los tribunales, el desafío es cultural y ético: Aprender a crecer en verdad, en familia, aunque los padres estén separados. Que los niños puedan amar sin miedo, sin lealtades forzadas ni silencios impuestos. Que ambos progenitores tengan la posibilidad de acompañar y educar desde el respeto y la cooperación, no desde la disputa ni la revancha.
El caso de Mane Swett, en definitiva, nos obliga a mirar de frente una falla estructural: Un Sistema y sus organismos relacionados a Mejor Niñez, que no funcionan, que no protegen los vínculos y que muchas veces revictimiza a quienes buscan justicia.
La Violencia Vicaria no es sólo una manifestación más de ese entramado fallido: Es su rostro más cruel y su evidencia más contundente. Representa el punto exacto donde el sistema deja de proteger para comenzar a dañar, donde la indiferencia institucional se convierte en cómplice del despojo emocional.
Porque cuando un hijo es separado de uno de sus padres, no sólo se apaga una voz en su vida: Se apaga una parte de su historia. Y cuando el sistema no lo ve, la sociedad entera se vuelve cómplice de ese silencio.
Por Paola Medina Amaro
Periodista, certificada en gestión y necesidades especiales escolares e investigadora sobre la Violencia Vicaria en Chile