La Navidad, esa festividad que nos reúne en torno a la familia y la ilusión, tiene una historia rica y fascinante en Chile. Mucho antes de la llegada del Viejito Pascuero y los brillantes árboles adornados, esta fecha criolla tenía un sabor distinto, un aroma a campo y un sonido de villancicos mezclados con el bullicio de las fondas.
Debemos imaginar la Alameda en Santiago, no en septiembre, sino en diciembre, repleta de ramadas y música. Así era la Navidad en el Chile del siglo XIX. La festividad religiosa se fusionaba con la alegría popular, creando una atmósfera única. En lugar de regalos envueltos en papel brillante, se obsequiaban frutas de la estación, flores y dulces caseros. La Noche Buena no era sinónimo de tranquilidad, sino de fiesta, baile y compartir con la comunidad.
Las iglesias, por supuesto, eran el centro de la celebración religiosa. Allí se llevaban ofrendas, se cantaban villancicos y se representaba el nacimiento del niño Jesús. Pero fuera de los muros sagrados, la celebración tomaba un cariz más terrenal, con un ambiente festivo que recordaba, curiosamente, a nuestras Fiestas Patrias.
La Navidad chilena fue cambiando a lo largo del siglo XX. La influencia europea y norteamericana, como una suave brisa, comenzó a transformar nuestras tradiciones. Es como podemos imaginar que la algarabía de las plazas y las ramadas navideñas, poco a poco, fueron cediendo espacio a la intimidad de los hogares. Los primeros pinos, tímidos inmigrantes en un paisaje de palmas y araucarias, comenzaron a aparecer en los salones. Ya no eran canastas de frutas ni ramos de flores los presentes bajo el pesebre, sino los primeros juguetes, anunciando la llegada de un nuevo protagonista.
Este cambio coincidió con la aparición de las grandes tiendas departamentales, verdaderos portales a la cultura norteamericana. Sus escaparates, llenos de brillos y novedades, importaron no solo mercancías, sino también costumbres. El árbol de Navidad, con su carga simbólica, encontró un lugar privilegiado en los hogares chilenos, replicando la imagen idílica de una festividad blanca, tan distinta a nuestro verano.
Y con el árbol, llegó el Viejito Pascuero. No nació en el Polo Norte, sino en la astucia comercial de esas mismas tiendas. Su imagen, bonachona y de barba blanca, con su traje rojo (un guiño publicitario a una famosa bebida gaseosa), cautivó la imaginación infantil. Los renos mágicos, importados del imaginario europeo, completaron la escena. Un hito curioso, su debut “en persona” fue en 1930, en una fiesta de la Compañía Chilena de Electricidad. ¡Un éxito instantáneo! Desde entonces, el Viejito Pascuero, nuestro Papá Noel criollo, se convirtió en el rey indiscutido de nuestra Navidad.
Si bien esta fecha conserva la esencia religiosa de sus orígenes, es innegable que ha incorporado elementos nuevos, creando una tradición propia y única. La mezcla de lo antiguo y lo moderno, de lo religioso y lo secular, le da a esta fiesta un carácter especial, un sabor a nostalgia y a alegría compartida que perdura a través de las generaciones. La Navidad evoluciona, se adapta a los tiempos, pero siempre mantiene en su corazón el espíritu de la unión familiar y la esperanza de un futuro mejor.
José Pedro Hernández
Historiador y académico
Universidad de Las Américas