En Lima, pleno centro, calle Jirón de la Unión 554, hay una placa y nombre en la fachada de la edificación: “Casa O’Higgins”. Ahí vivió y murió nuestro héroe, hijo del virrey Ambrosio O’Higgins, nuestro padre de la patria, Bernardo. Me tocó estar allí hace algunos años.
La casa fue residencia de O’Higgins en Lima. Su padre, lo había enviado allí en 1790, después de su permanencia de niño y muchacho, tanto en Chillán Viejo como en Talca. En la ciudad virreinal recibió una educación esmerada, tanto en el Colegio del Príncipe, como en el Convictorio Carolino. Ambrosio O’Higgins, era entonces gobernador y capitán general del Reino de Chile.
Desde Lima, en 1794, el joven Bernardo, por orden paterna, y a regañadientes, debió viajar a Europa. Regresó a Chile recién en 1802. Ese tiempo fue de siembra y preparación continua para tareas mayores, como lo había sido toda su trayectoria anterior.
Al dimitir como director supremo del Gobierno de Chile en enero de 1823, Bernardo O’Higgins es consciente de las graves circunstancias, que lo hacen decir: “mi presencia ha dejado de ser necesaria aquí”. Esta expresión revela su desprendimiento del poder. Por eso, lo vemos reunido con los suyos en el puerto de Valparaíso. ¿Quiénes son los que se embarcan el 17 de julio en la corbeta “Fly”, rumbo al puerto del Callao de Lima?
“Le acompañaron al Perú, en donde creía estar poco tiempo, cuando estuvo hasta el fin de sus días, su madre doña Isabel Riquelme, a quien don Bernardo O’Higgins adoraba; su hermana materna, doña Rosa Rodríguez, que se firmaba Rosa O’Higgins, desde que su madre quedó viuda, a los dos años de casada; un hijo natural de O’Higgins, don Demetrio, que fue más tarde el heredero de su nombre y de sus bienes; una niña de doce años, y dos sirvientes domésticos”, según nos cuenta Roberto Hernández Cornejo.
Ahora bien, la casa de Lima atesora un período muy especial para nuestro héroe. Allí vivió y sufrió el exilio desde 1823. Al año siguiente, el gobierno peruano, en atención a sus servicios de liberación e independencia de la nación, le entregó las haciendas de Montalván y Cuiva, en el valle de Cañete.
Tenemos una interesante carta de don Bernardo, escrita el 1° de octubre de 1824 a, nada menos que, Camilo Henríquez. Tiene la mirada atenta a los sucesos que ocurren en las llamadas “Repúblicas del Nuevo Mundo”. Por lo extensa, únicamente deseo aquí ilustrar el espíritu, que mantiene vivo el recuerdo de los lugares de Chile. Escribe al fraile: “…me siento tanto joven como en los días de Chillán, El Roble, Los Ángeles, El Quilo,
Gomero, Maule, Talca, Quechereguas, Rancagua, Chacabuco y Maipú, y el ilustre Arauco debe contar siempre con un hijo cuya espada, hasta la muerte, estará desnuda contra sus tiranos”.
Como vemos, el hijo de Chile y forjador de la patria, está vigilante. Recuerda los lugares por donde ha llevado a cabo hazañas de dolor y victoria; hazañas que al fin dan a luz la república.
La casa en Lima, es, por consiguiente, lugar de la vida familiar y de los encuentros, como son para Simón Bolívar y tantos otros. Pero, sobre todo, es la residencia de la nostalgia por la tierra chilena a la que entregó todo y que sigue a cada paso y por la cual tiene un permanente anhelo de retorno.
Sin embargo, el retorno jamás ocurrirá, y será esa misma casa donde padecerá sus achaques y malestares de salud, hasta su muerte ocurrida en la madrugada del 24 de octubre de 1842.
A este propósito, nos anota Roberto Hernández: “Don Bernardo O’Higgins dejó de existir en Lima en la mañana del 24 de octubre de 1842. Entre los circunstantes que rodeaban el lecho, econtrábanse doña Rosa O’Higgins y doña Petronila Riquelme y O’Higgins (haremos uso una vez más de la designación conocida) y
también don Demetrio O’Higgins. Hay que hacer constar que tampoco se separó del lecho mortuorio, una sirviente de O’Higgins llamada Patricia, que él había llevado consigo al Perú, por ser una indiecita de Arauco. La patria ausente fue la última invocación del moribundo. ‘Así falleció –escribe su hermana Rosa– el hombre cuya memoria no sólo vivirá en Chile, sino en toda la América, sin poderse decir si era mejor su espíritu que su corazón, porque su espíritu y su corazón sólo vivían en el bien y para el bien. Murió santamente, resignado a sufrir los males de su penosa enfermedad, y espero en que ya reposa en el seno paternal de Nuestro Señor
Jesucristo, única verdad y vida nuestra´”.
Esa memoria de O’Higgins, se despierta y hace visible en la casa de Lima, donde se preserva la habitación de su muerte. Ahí me detengo y recojo por un momento. El lugar es sencillo y observo que sobre la cama existe un sayo franciscano. El mismo con el que el héroe, antes de morir, pidió ser enterrado. Entonces, vienen a mi mente las palabras de su hermana Rosa: “Así falleció el hombre cuya memoria no sólo vivirá en Chile, sino en toda la América…”
Horacio Hernández Anguita
Fundación Roberto Hernández Cornejo