En estas columnas hemos denunciado siempre la excesiva y vergonzosa concentración de recursos de todo tipo en la capital, desde tiempos antiguos y con mayor proporción a partir de los 60, cuando la política dejó de estar arraigada en los territorios y se alejó de su gente. Proceso que contó con el beneplácito y complicidad de las elites nacionales en todas sus dimensiones y sin el menor remordimiento sobre el daño acumulativo que han ido provocando al país en sus provincias, regiones y fundamentalmente, con la emigración de lo más granado de sus sociedades. En suma hemos construido un país ciudad, con todo lo negativo que aquello significa, para los territorios y la democracia.
Como lo describiera Hugo Herrera en un vespertino capitalino, “décadas de centralismo han llevado ahora a una concentración descomunal de población en Santiago,” donde “las élites políticas todas tienden a vivir en las mentadas tres comunas y otras aledañas. Con la estructura territorial favoreciendo el desarraigo de los grupos dirigentes, lo que facilita que pierdan de vista la situación del pueblo en su territorio.” O como también lo expresara Nicolás Eyzaguirre recientemente en un matutino, “hemos sido un país tremendamente cupular, la metáfora de las tres comunas que salen con una votación distinta al resto del país es muy reveladora… a través de la historia de Chile, un sector relativamente minoritario ha tenido el poder y ha bloqueado la generación de una sociedad más inclusiva.”
Para el presidente de la Sofofa, Bernardo Larraín, falló el sistema “que no fue capaz de generar una economía más justa y equilibrada, que tendiera a disminuir las diferencias y no a acentuarlas.” Es muy interesante su mea culpa, como integrante de la elite, cuando dice que “faltó también el saber ponerse en el lugar del otro, en el compartir el camino y no segregar cada vez más. No se cerraron las brechas sociales que han sido largamente postergadas, lo cual genera frustración.” Sin embargo, la pregunta que cae de cajón es, por qué las utilidades y el aumento del patrimonio nunca fueron postergados.
¿Quién falló? La política, no, es obvio. Falló la sociedad, la política se nutre de ésta y se financia con las empresas que también son parte de, por lo tanto es la sociedad la que se fue elitizando y concentrando. Las empresas que también se fueron centralizando y la política, no son más que un reflejo de aquello. A futuro, es la sociedad la que tenemos que buscar cambiar con la nueva Constitución en un cambio cultural más profundo que nos permita empoderar al país y a toda su gente, no solo a los iluminados de siempre.
Para la escritora Elizabeth Subercaseaux, “los estallidos son empujones que da el pueblo a la historia” y el “que la elite política, social y económica chilena viva en una burbuja, es uno de los problemas más graves… esa vivencia tan aislada, esa realidad tan irreal, el clasismo… hay toda una clase que dirige al país y que tiene un país dentro del país.”
Las tres comunas, con su apartheid territorial visibilizado por el resultado electoral, representan nítidamente esta situación de segregación que se ha ido imponiendo.
Sin duda, el último estallido fue producto del alcachofazo de la gente que se cabreó también del centralismo endogámico asfixiante que ha gobernado el país en todos sus ámbitos. Donde se ha mejorado el PIB, pero no el que le llega a todos. Se aburrieron de avalar la construcción de un país elitista y segregado, del cual nunca se sintieron parte, porque además nunca los invitaron a sentarse en otra mesa que no fuera la del pellejo.
En pocas palabras, donde la alegría ni los tiempos mejores nunca llegaron.
Diego Benavente