El despiadado ataque de Hamas en la madrugada del sábado 7 de octubre fue una sorpresa. El muy prestigioso servicio de inteligencia de Israel no fue capaz de prever una ofensiva por tierra, mar y aire que segó en pocas horas la vida de cientos de personas: los asistentes a un festival musical y decenas de personas -hombres, mujeres, niños- en sus hogares.
El general retirado Yaakov Amidror, exconsejero de Seguridad Nacional israelí, sostuvo que fue “un enorme fracaso del sistema de inteligencia y del aparato militar”.
Hubo quienes anticiparon lo ocurrido. No en la forma en que ocurrió sino como la inevitable conclusión de una larga política de hostigamiento. “Un error fatal”, escribió el historiador israelí Jacob Talmon al primer ministro Begin, al referirse a la política de ocupación y a los asentamientos en Cisjordania y en Gaza.
Premonitoriamente, tituló su misiva “La patria en peligro”.
Eso fue hace más de 40 años. Menos de 40 años antes, cuando nació Israel, el espíritu de los fundadores era muy distinto. Afirmaba el acta de la independencia: “Exhortamos… a los habitantes árabes del Estado de Israel a mantener la paz y participar en la construcción del Estado sobre la base de plenos derechos civiles y de una representación adecuada en todas sus instituciones provisionales y permanentes”. Parecido gesto se hizo entonces a los países árabes.
Pese a tales propósitos, el rechazo árabe al nuevo Estado generó a lo largo de los tres cuartos de siglo siguientes, un ambiente de permanente beligerancia y un cambio de fondo en la actitud de buena parte de la sociedad israelí.
La de 2023 es una guerra poco común… si es que hay conflictos armados que sean comunes.
Pese a sus raíces bíblicas, Israel es un estado moderno. Su actual adversario es un movimiento calificado como terrorista por Estados Unidos y sus aliados, cuya base de operaciones es Gaza, ciudad con una historia que se remonta al siglo XV antes de Cristo.
La fundación del Estado de Israel fue el resultado esperado de la decisión de la ONU del 29 de noviembre de 1947 de dividir el territorio de Palestina en dos Estados: uno judío y otro árabe.
El movimiento sionista con David Ben Gurión a la cabeza, pragmático, aceptó la resolución. Pero los árabes (palestinos y no palestinos) bajo un liderazgo más cerrado ideológicamente, no aceptaron la resolución que les daba también a ellos un estado. Era todo o nada.
Desde entonces han estallado cuatro guerras “formales” e innumerables incidentes sangrientos. Algunos gobiernos han moderado sus acciones, pero no así los grupos extremistas.
Esta polarización hace que nadie se atreva ahora a pronosticar el resultado final ni la duración de los enfrentamientos.
Paradojalmente, representantes del extremismo israelí -más allá de convocatoria a la unidad nacional- han reaccionado en términos que recuerdan las peores expresiones antisemitas.
Se han emitido amenazas de exterminio contra los terroristas de Hamas con medidas extremas: “No se activará ni un solo interruptor eléctrico, ni un solo grifo se abrirá, y no entrará ni un solo camión de combustible hasta que los rehenes israelíes regresen a casa”, proclamó el ministro de Energía, Israel Katz, en las redes sociales. Otras voces hablan de un “desastre humanitario”.
Ni el tiempo ni las heridas han corregido el “error” que denunció Talmon en 1980.
Abraham Santibáñez
Premio Nacional de periodismo