Es una lástima que la discusión pública del proyecto de reforma de pensiones esté circunscrita casi solo al 6% de cotización adicional, cuando la realidad de lo presentado en el Congreso es bastante más amplia que esto, abordando un conjunto muy diverso de materias. Existe la tendencia al reduccionismo en cualquier debate relevante para el país llevándolo al “campo” más maniobrable a los poderes fácticos de nuestra nación. Resulta entonces relevante abordar una explicación más técnica del 6% propuesto para así desmitificar lo que algunos equivocadamente lo han limitado a una discusión ideológica entre capitalización individual versus solidaridad.
Lo primero es despejar lo último puesto que el proyecto no contempla que el 6% completo vaya completo a solidaridad. De ese 6%, solo un 30% va a solidaridad, es decir, un 1,8%, y el 70% restante, esto es, un 4,2%, va a una cuenta personal de cada trabajador. Pues bien, ¿cuál es entonces la razón que este 70% no vaya a una cuenta de capitalización individual? La explicación se debe a asegurar que estos fondos sean invertidos al largo plazo y no estén expuestos a las vicisitudes del corto plazo como ocurre dentro de la capitalización individual con el sistema multifondos y los cambios continuos de AFP.
Como es sabido, en el mercado de inversiones, las de largo plazo (generalmente no menos de 10 años) otorgan una rentabilidad mucho mayor que una al corto plazo (por lo general menos de 3 años), sin embargo, cuando el cotizante toma la decisión de cambiar de fondo o de AFP, inevitablemente buena parte de estas inversiones deben ser liquidadas perdiendo parte de su rentabilidad.
Al incluir este 4,2% (70% del 6% explicado) en una cuenta personal del trabajador administrada a través del Estado, se aseguran inversiones a largo plazo que generarán mayor rentabilidad ya que no podrán ser objeto de variedad de fondos (no hay multifondos) ni cambios de Administradoras. Incluso, estas inversiones a largo plazo pudieran ser entregadas a instituciones privadas mediante procesos de licitación, pero sujeto a políticas de inversión dispuestas por el Estado que nos aseguren a todos los cotizantes una rentabilidad a largo plazo sin riesgos y considerando variables etarias según qué tan cercano estemos de jubilar.
Respecto del 1,8% restante (30% del 6%), efectivamente va a solidaridad, pero para mejorar las pensiones de un segmento de la población que no es favorecida con la Pensión Garantizada Universal (PGU). En efecto, PGU fue diseñada para aliviar la situación apremiante de los más pobres cuyas bajas cotizaciones o lagunas previsionales solo alcanzaba para obtener pensiones muy exiguas o de miseria. Por su parte, los pilares de capitalización individual obligatorio y voluntario permiten una reposición satisfactoria de ingreso a los más ricos. Sin embargo, para la gran clase media faltaba crear un pilar que utilice bien el esfuerzo contributivo de los empleadores. Es entonces a este segmento a quien se apunta con esta solidaridad, en especial quienes han mantenido una cotización baja producto de su trabajo formal y que, a pesar del esfuerzo de toda su vida, la pensión obtenida es a veces menos de la mitad de los últimos sueldos de su vida laboral. Simplemente consiste en que la totalidad de los recursos aportados por todos los cotizantes se dividirá equitativamente por el número total de afiliados que cotizaron, logrando así que quienes aporten más ayuden a quienes aporten menos, generando redistribución. Hoy existe a lo menos una generación de trabajadores que ya superaron su etapa contributiva y que, sin una reforma, nunca podrán mejorar su situación.
Un sector político de este país sostiene que la solidaridad se logra con el pago de los impuestos generales no siendo necesaria esta nueva cotización solidaria. Independiente del egoísmo que trasluce tal afirmación muchas veces esbozada por quienes tienen un muy buen pasar económico, lo cierto es que es errado porque tal carga impositiva hoy descansa en el IVA, que es el tributo que más recauda, y sabemos que el IVA es regresivo. Se dice regresivo porque recauda un porcentaje menor en la medida que el ingreso aumenta, contrario a la progresividad en que las personas o empresas (contribuyentes) pagan más en la medida que sus ingresos sean más altos. En Chile, quienes destinan la mayor parte de sus ingresos al consumo son los pobres, por consiguiente, pagan más IVA. En cambio, los contribuyentes de más altos ingresos pagan mucho menos porque lo ahorran, aprovechan exenciones y beneficios tributarios o lo invierten. Según el Servicio de Impuestos Internos (SII), el 10 % más pobre gasta un cuarto de sus escasos ingresos en pagar el IVA, esto es, un 25,4 % y el 10 % de más altos ingresos, en cambio, destina solo un 7,2 % al pago del IVA.
Pero más allá de lo explicado precedentemente, cuyo fin es intentar comunicar lo que muchas veces nuestra clase política no hace, lo cierto es que ya sea la aprobación de este proyecto tal como ingresó al Congreso, o uno con reformas, nuestro país requiere un nuevo sistema de pensiones, correspondiéndole a la política hacer su trabajo, ya que resultaría inexplicable que por tercera vez (antes fueron las reformas de Bachelet y la de Piñera) se rechazara una reforma que nuestra ciudadanía ha reclamado con fuerza.
Para esto, eso sí, necesitamos salir de la lógica que cada uno se rasque con sus propias uñas y avanzar hacia una real seguridad social.
José Ignacio Cárdenas Gebauer
Abogado autor de libros como “El Jaguar Ahogándose en el Oasis” y “La Trampa de la Democracia”
Instagram jignaciocardenasg