El papa emérito Benedicto XVI, fallecido el pasado 31 de diciembre de 2022, deja una profunda huella en la Iglesia y en el mundo.
Su labor teológica es fecunda y notable. No solo destaca como profesor y autor de libros y artículos, sino que, como perito, junto a una generación, tuvo una participación muy relevante e inspiradora en el Concilio Vaticano II.
El hombre de talante tímido y cálido, fue capaz de un pensamiento robusto, profundo y claro, acompañado de una vasta cultura universal. Nutrido en la fuente de las Sagradas Escrituras y los primeros padres de la era cristiana, especialmente en la obra de San Agustín, supo advertir con agudeza los cambios y trastornos de todo orden en la época actual; de qué manera, la Iglesia se hallaba enfrentada a desafíos y circunstancias inusitadas. Señales inquietantes, eran para él el fanatismo, como también, la desconfianza en la razón de ciertos círculos de pensamiento, con el agnosticismo reinante y el predominio del llamado “pensamiento débil”. Qué decir respecto a la sentencia colectiva en torno al misterio cristiano, como propuesta inválida para los nuevos tiempos. Así, quedaba a la vista la abierta controversia entre modelos de viva y pensamiento que le exigen lo más esencial a la Iglesia: ser testigo transparente y servidora de la verdad que ilumina y hace libre al hombre y a los pueblos.
No son, por tanto, tiempos de triunfalismos institucionales para la Iglesia aquejada de lastres seculares. Ahí están las confianzas resquebrajadas y los escándalos que confunden, duelen y avergüenzan. Con todo, Ratzinger tuvo la sutileza y valentía de señalar y orientar cuántas inconsecuencias de clérigos hieren y dañan a las personas y comunidades, hasta poner en cuestión la credibilidad de la Iglesia.
No obstante, el papa fue un hombre de fe viva y fortaleza humilde. Sabía que la fe no se comunica mediante apologética propagandística. El evangelio de Jesucristo es encuentro, un acontecimiento único: la fe de cada generación lo acoge y proclama agradecido en cada época. La nuestra, de cierto neo paganismo y repulsa a lo religioso y sagrado, pide al cristiano un coraje mayor, un frescor en su entrega y una confianza heroica en la verdad del evangelio, que no radica en una construcción humana, sino en una iniciativa divina, para que todos los hombres y mujeres encuentren la paz, el bien, la belleza, la verdad y la comunión de amor.
Se podrá tachar a Ratzinger de vanguardista o retrógrado, guardián de la fe o excesivamente escrupuloso con el depósito de la fe católica. Pero, el papa Benedicto XVI, creo, es una figura sencilla, directa, sin palabras rebuscadas, cuyo magisterio abrió rutas para los siglos venideros. Muchas incomprensiones, las vivió él en el silencio de su retiro y las sufrió con su sensibilidad exquisita de artista, pero de orante que vigila y “sostiene la Iglesia”, como lo dijera con acierto el papa Francisco.
Nos queda del papa Benedicto XVI el testimonio de un amor entrañable y auténtico a Cristo, para anunciarlo como buena noticia a las generaciones presentes y futuras. Sin la fuerza del poder, sino con la misma fuerza de la verdad salvadora, que dignifica y eleva la condición humana a una vocación divina, sagrada y eterna.
Esta es la herencia del papa alemán, Ratzinger: su amor apasionado a Jesucristo, que lo hizo decir antes de su muerte: “Señor, yo te amo”. Palabras sencillas de creyente.