“La Reina ha muerto. Viva el Rey”. La clásica frase ceremonial ha sido repetida con distintos énfasis y pronunciaciones, desde los más variados rincones del orbe. Aunque el imperio británico sufrió un gran encogimiento durante el reinado de Isabel II, en su territorio actual, por usar una frase de circunstancias, “nunca se pone el sol”. No todavía, al menos. Ni siquiera en un corto plazo.
La bandera británica se arrió definitivamente en muchas partes desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Hoy aparece amenazada en el reinado recién inaugurado de Carlos III. Se debe reconocer, sin embargo, que no se produjo una debacle en esta difícil transición. La responsabilidad política de las pérdidas sufridas la debieron asumir, desde luego, los primeros ministros que gobernaron Gran Bretaña en las últimas décadas, a partir de Winston Churchill.
Pero sería absurdo desconocer la sabia conducta de la Reina, que en este paso a nuevos horizontes, entregó un permanente y sereno mensaje de unidad.
Es, sin duda, la mejor característica de una monarquía constitucional. Quien vive en el palacio de Buckingham no gobierna, pero sí reina. Es el símbolo de unidad en un país que durante la vida de Isabel II vivió bajo el bombardeo nazi en la II Guerra Mundial, los nuevos aires democráticos que siguieron al conflicto y terminó casándose y divorciándose de Europa.
Mantener la unidad de su pueblo ha sido la firme convicción de la Reina. Fue lo mismo que encarnó, en su momento, el Rey Juan Carlos I de España. Llegó al cargo, apadrinado por Francisco Franco y con el remoquete de “Príncipe Campanita”: tan ton tin. A poco andar mostró que tenía cualidades propias, no heredadas del dictador. Y, todavía en el inicio de su reinado, le devolvió a los españoles la certeza de que el camino de la democracia era sin retorno. Fue cuando el coronel Tejero se quiso instalar en el poder a sangre y fuego y terminó vergonzosamente solo.
Se podría decir algo parecido de Charles De Gaulle en Francia, tras la rebelión universitaria de 1968. Pero De Gaulle, pese a su porte aristocrático, no era Rey.
¿Es que en Chile, en las actuales circunstancias necesitaríamos un monarca?
No es así. Pero es innegable que nuestro país requiere con urgencia liderazgos sólidos y creíbles. El Congreso está mal evaluado como buena parte de las instituciones nacionales. La Convención Constituyente lo hizo peor, como lo mostró el naufragio de la ambiciosa Carta Magna que votamos el 4 de setiembre.
La falta de respeto por las tradiciones y las instituciones abrió el camino al fracaso. ¿Cómo fue?
Por culpa, a juzgar por todo lo que se ha dicho y escrito en los últimos días:
1.- La altanera soberbia de la mayoría de los convencionales, sus seguidores y sus enceguecidos admiradores.
2.- La trágica falta de liderazgo. Una ausencia notoria, en primer lugar, en la mayoría de los dirigentes políticos, incapaces de mirar más allá de las redes sociales convertidas en fuente de toda sabiduría.
Chile no requiere de un Rey o una Reina. Pero en la época de los desbordes por Internet y los celulares está abriendo las puertas a la ambición, el populismo y la demagogia.
Ese es el peligro.
Solo se puede conjurar mediante la acción unitaria, el diálogo incansable y el amor a la Patria que en estos días parece que todos compartimos con fervoroso entusiasmo.
Abraham Santibáñez
Premio Nacional de Periodismo