Chile fue descrito, hace años, por Pedro Calmón, entonces rector de la Universidad de Río de Janeiro, como un país con una loca geografía y una historia cuerda. El domingo pasado, esa lúcida afirmación se corroboró una vez más. En un ejemplo de participación, más de trece millones de ciudadanos rechazaron abrumadoramente el discutible proyecto elaborado por la Convención Constitucional.
Ya en los años 40, cuando nos visitó Calmón, nuestro país aparecía como un laboratorio social. Así ocurrió con el triunfo de Pedro Aguirre Cerda y, en la década de los 60, con la “revolución en libertad” encabezada por Eduardo Frei. Y lo que siguió fue otra revolución, esta vez con empanadas y vino tinto, ensalzada por el progresismo de todo el globo, frustrada a sangre y fuego en 1973.
Chile no perdió, sin embargo, su carácter de tubo de ensayo.
Lo ocurrido el 4 de septiembre es aleccionador. Más allá de nuestras fronteras se vuelve a mirarnos porque el mundo entero vive un período en que la aguja oscila de un extremo, el populismo autoritario desde Venezuela hasta Rusia, al otro: la seudo democracia del tuit, encarnada por Jair Bolsonaro y Donald Trump. En tiempos de desenfreno de las redes sociales, hay quienes creen que los ideales de 1789 (libertad, igualdad y fraternidad) ya han periclitado. Pareciera que todo vale: los excesos, el menosprecio de quienes peinan canas y la soberbia que convierte los supuestos valores propios en fetiches.
En Chile hemos sufrido mucho. Tenemos enormes sectores todavía arrinconados por la marginación y los abusos del modelo económico impuesto en dictadura. Pero tenemos derecho a creer que el mundo puede mirarnos con envidia porque estamos tratando de resolver los problemas con más democracia, más participación, al amparo de un Servicio Electoral de lujo.
El plebiscito demostró que seguimos teniendo una historia cuerda en medio de la locura universal. No es exageración: lo demuestran la invasión de Ucrania, los alardes atómicos de Irán y Corea del Norte y los atentados contra Cristina Fernández, en Buenos Aires, y Salman Rushdie condenado por una interpretación fanática del Corán.
No está garantizado que seguiremos por este camino. Los esfuerzos por sostener un diálogo razonable se estrellan contra el maximalismo de algunos y la timidez de otros. El resultado del plebiscito mostró nuestra madurez. Pero ¿seremos capaces de lograr una nueva Constitución sin alardes triunfalistas, como los de los republicanos? ¿Con real consideración de la mayoría mapuche que votó rechazo pese a las supuestas buenas intenciones de algunos convencionales? ¿Seremos capaces de entender que los electores de Petorca, agobiados por la sequía, optaron por votar en conciencia, privilegiando el interés nacional?
¿O vamos a seguir cediendo ante minorías sin cultura cívica, sin auténtica solidaridad, enceguecidos por su ciega audacia?
Es, creo, hora de escuchar las sabias palabras del Cardenal Silva Henríquez en su Testamento Espiritual:
“Mi palabra es una palabra de amor a Chile… El pueblo chileno es un pueblo muy noble, muy generoso y muy leal. Se merece lo mejor… A quienes tienen vocación o responsabilidad de servicio público les pido que sirvan a Chile, en sus hombres y mujeres, con especial dedicación. Cada ciudadano debe dar lo mejor de sí para que Chile no pierda nunca su vocación de justicia y libertad”.
Abraham Santibáñez
Premio Nacional de Periodismo