Todo proceso constituyente, ya sea una reforma constitucional a gran escala o, derechamente, un cambio de Constitución que experimenta una sociedad democráticamente organizada obedece a una crisis en la estructura de funcionamiento de sus instituciones. Un desajuste entre las expectativas y las demandas de la sociedad civil frente a las posibilidades que el poder y las funciones del Estado ofrecen para hacerse cargo de ellas.
Como dice el célebre Norberto Bobbio, mientras las dictaduras hacen que la demanda sea difícil y la respuesta fácil, las democracias hacen que la demanda sea fácil y la respuesta difícil. De ahí que la gobernabilidad sea un desafío permanente de los regímenes democráticos. Sobre todo, en países como Chile, donde se han alcanzado ciertos niveles de desarrollo capitalista con fuertes aspiraciones de movilidad social, demandas de autonomía individual y reconocimiento de identidades colectivas, como son los pueblos originarios, las minorías sexuales, los inmigrantes y otros grupos vulnerables.
Todo este impulso reivindicativo de los últimos años, motivado por las nuevas tecnologías y una mayor participación en la denominada “sociedad del consumo”, ha transformado radicalmente al mundo de la comunicación social y al espacio público, generándose una demanda cada vez más exigente por parte de la comunidad en la probidad y la transparencia de quienes detentan las más variadas formas de poder, sea estatal o empresarial.
Ello explica, al menos en una parte importante, por qué los más recientes casos de financiamiento ilegal de la política, develados en la última década, terminaron provocando un dramático divorcio entre la sociedad chilena y la clase política civil. Y probablemente fue este episodio uno de los principales detonantes de la crisis de octubre de 2019, conocida como “estallido social”.
En consecuencia, debemos asumir que estamos en presencia de un divorcio. Asumir que se ha quebrantado, de manera definitiva, el consenso racional que la Concertación de Partidos por la Democracia, llamada después Nueva Mayoría, intentó mantener durante treinta años con la Derecha político-empresarial que encabezó la dictadura cívico-militar de antaño.
Esa pretendida racionalidad, en orden a salvaguardar meramente el crecimiento económico y la estabilidad política, ya no dio para más.
El “antiguo régimen”, que se inició a partir del retorno a la democracia en 1990, en el marco de una Constitución fachada impuesta en 1980 por la dictadura mediante una consulta electoral fraudulenta, y que ha tenido más de cien reformas desde el plebiscito de 1989, ha experimentado un sinnúmero de transformaciones sociales internas, que han abierto paso a una sociedad radicalmente distinta de ese Chile aparentemente homogéneo que derrotó al general Pinochet en el plebiscito de 1988.
Y el acuerdo nacional de 15 de noviembre de 2019, suscrito por casi todas las fuerzas políticas para un proceso constituyente con la finalidad de buscar una solución al “estallido social”, no fue sino el acta de divorcio del “antiguo régimen”.
Hoy la Convención Constitucional, mecanismo aprobado por más del 78% de la ciudadanía en el plebiscito de 2020, con más de dos tercios de sus 154 miembros, todos ellos ciudadanos, elegidos con sistema electoral proporcional, con paridad de género y cupos reservados para los pueblos originarios, tal como se aprobó legítimamente por mayoría en el Congreso Nacional, ha ofrecido al país una propuesta de Nueva Constitución muy distinta a todas las cartas constitucionales anteriores.
Estamos en presencia-hay que decirlo con todas sus letras- de una auténtica “revolución constitucional”, desde el momento que los representantes de esta nueva sociedad, fruto de su radical transformación interna experimentada en las últimas tres décadas, ha consagrado su nueva estructura social a través del proyecto de una nueva Carta Fundamental, con todas sus aspiraciones y necesidades humanas de autocreación y de autotransformación individual y colectiva en su más rica diversidad de experiencias o modos de vida.
No es cierto que este proyecto sea una “revolución bolivariana” o una “constitución boliviana”. El texto atenúa las facultades del Presidente de la República y no le otorga “megapoderes”; mantiene el sistema bicameral en el Congreso; respeta la separación de los poderes del Estado y mantiene la jerarquía de la Corte Suprema; conserva la Contraloría General de la República; incorpora una Corte Constitucional con amplias facultades; mantiene la institución del Ministerio Público para la persecución de los delitos; crea instituciones de control ciudadano como la Defensoría del Pueblo; instituye mecanismos judiciales de tutela de derechos fundamentales y de amparo o “habeas corpus”; en el marco de un Estado social democrático de derecho, garantiza derechos fundamentales casi en los mismos términos que los instrumentos internaciones de derechos humanos; protege universalmente los derechos sociales y culturales, al mismo tiempo que asegura los derechos de propiedad privada y de libre empresa, e incorpora otros nuevos derechos individuales y colectivos, como el aborto libre y la negociación colectiva por área de producción; consagra reconocimiento a los pueblos originarios y les reconoce autonomía política y territorial como naciones, sin perjuicio de la unidad del territorio del Estado. En fin, nada que contraríe el orden público internacional del que Chile forma parte.
Sí es cierto que esta revolución constitucional no es “la casa de todos”. Es algo mejor: “la casa para la diversidad”.
Porque esta nueva sociedad civil, divorciada del “antiguo régimen” y representada en la Convención Constitucional, nos invita a sustituir el consenso racional, que ha demostrado ser letra muerta, por un nuevo orden público que promueva un “modus vivendi”. Tal vez más disperso y mejorable, como sin duda es el proyecto, pero más legítimo al ser más representativo de la sociedad pluralista que somos hoy.