Sin la cobertura de prensa que Piñera hubiese deseado, pasó casi inadvertido el anuncio realizado por el gobierno esta semana acerca de la presentación al Congreso de un proyecto para un nuevo código penal. Siempre será una buena noticia que nuestros cuerpos legales se actualicen, sin embargo, desilusiona constatar que los puntos centrales de esta propuesta apuntan a aumentar las penas, restringir atenuantes como la “irreprochable conducta anterior” y evitar que las condenas para ciertos delitos puedan cumplirse en libertad.
Sé que no es popular ir en contra de frases como “imponer mano dura contra la delincuencia”, pero el aumento de penas más parece saciar la sed de venganza colectiva que dar una real solución a la seguridad en las calles. Y esto tiene su explicación en la temprana edad con que nuestros jóvenes, o incluso niños, son coaptados a la vida delictual, refrendado además por la inexistencia de estudios que demuestren precisamente lo que el gobierno quiere hacer creer: que el aumento de penas genera una baja en la delincuencia.
Para el especialista en seguridad pública de la Universidad de Santiago de Chile, Jorge Araya, entre muchas otras voces expertas, “la racionalidad de los delincuentes no llega a la sofisticación de calcular cuántos años de condena van a tener si comete un delito y no otro”, ya que “la racionalidad del delincuente es asumir que está inserto en este mundo delictual y que es su forma de ‘ganarse la vida’. Por lo tanto, difícilmente, aumentar las penas tendrá el impacto preventivo que se desea”.
Tal racionalidad podría tener cabida para delitos económicos con una sofisticación mayor, los llamados de “cuello y corbata”, quienes no hay duda hacen un análisis entre los riesgos involucrados y las excesivas ganancias que se generarán, las cuales compensan no solo el riesgo sino incluso la posibilidad cierta de ser sorprendidos. Para estos avezados en negocios, hasta hace poco condenados solo a clases de ética, el aumento de las penas puede lograr la inhibición de comisión de delitos que se busca. No así para el delincuente común.
Para este delincuente juvenil y callejero lo que sí podría tener impacto es crear la certeza que será detenido, lo que invariablemente significa fortalecer la labor preventiva de nuestras policías y la investigación de los fiscales. Un delincuente no piensa en las penas para dejar de cometer sus ilícitos, pero posiblemente se limitaría si estuviera seguro que, indefectiblemente, será detenido.
Según cifras del Poder Judicial, en los últimos cinco años -hasta marzo de 2021- la cima de los delitos fue cometido por adolescentes y jóvenes que van desde los 16 hasta los 20 años. Al aumentar las penas, significa que muchas cárceles retienen a las personas mucho más allá del tiempo en que estarían involucradas en actividades criminales, y lo que es peor, el Estado debe asignar recursos para construir más recintos carcelarios en desmedro de inversión en labor preventiva y reinserción.
Es mucho más rentable enfocar los esfuerzos y recursos incluso invirtiendo en intervenciones simples como crear más espacios para el deporte, revitalizar las plazas vandalizadas que existen muchos antes que la actual plaza Baquedano (hoy Dignidad), el alumbrado público y en general áreas verdes de esparcimiento. O incluso en prevención social como programas para padres orientados a la educación infantil, y organizaciones comunales o de vecinos reforzando actividades focalizadas en la reinserción juvenil.
Obviamente lo expuesto dice relación con medidas a corto plazo, ya que lo realmente efectivo serán las medidas de largo aliento para reducir las enormes brechas de desigualdad social expuestas masiva y mayoritariamente a partir del estallido social y la posterior conciencia colectiva de casi todo Chile … lastimosamente quedan unos pocos “cortos de vista” que se resisten a ver la realidad.
Sin embargo, para este gobierno las soluciones son menos complejas, a quienes les basta la simple condena a la violencia y el aumento de penas como remedio mágico para acabar con la delincuencia, sin asumir responsabilidad alguna en su falta gestión para abordar todas las complejidades de tales fenómenos sociales.
Pero lo efectista de la “mano dura” es lo que nos gusta oír y para un gobierno tan alicaído como el saliente, con un narcisismo desbordado en la personalidad de su presidente, la seguridad no se mide en las calles sino en la imagen que quiere mejorar.