Fui de los escépticos e incluso crítico de las movilizaciones en el Metro previas al 18 de octubre de 2019, sin embargo, resultó inevitable conmoverme ante la fuerza espontánea de miles de personas que esa tarde de viernes salieron a las calles, a sus balcones o frente de sus casas a expresar su reprimido descontento y frustraciones. Algunos con cacerolas, otros simplemente con sus gargantas, pero todos exteriorizando su rabia, penas y desilusiones hacia un país que lo sienten suyo pero distante. No me refiero a los violentistas, sino a quienes pacíficamente querían expresarse y hacerse oír para juntos buscar una explicación de por qué este oasis de Latinoamérica es tan bonito hacia fuera pero tan injusto y desigual hacia dentro.
La bola de nieve creció cada vez más hasta llegar al 25 de octubre donde casi Chile entero, transversalmente, gritaron por cambios hacia la dignidad de las personas. No había banderas políticas, sino solo ciudadanos movidos por una genuina y contenida esperanza.
La fuerza de estos hechos no hacía más que confirmar que una etapa en Chile terminaba y éramos testigos de una nueva historia que comenzaba a gestarse.
Y aquí viene la primera reflexión: hay personas adversas al cambio, más conservadores, legítimo en parte, por cierto; y otras que no temen a la evolución, a lo distinto y nuevo, ya sea movidos por la necesidad de cambiar su mal presente o simplemente por la convicción de superarnos como sociedad y la empatía hacia quienes este modelo agotado los ha ignorado.
Digo en parte respecto de los conservadores porque si bien algunos responden a rasgos propios de su personalidad, hay otros que lo hacen aferrados a la apatía individualista de su propio bienestar.
El diagnóstico social dado por el plebiscito constitucional y la elección de los constituyentes fue claro, la gran mayoría quiere cambios. Pero hubo un agregado en la última elección parlamentaria, quiere cambios, pero con acuerdos.
No le temo a los cambios porque creo en mi país y lo que hemos sido capaces de construir. No por nada somos una de las democracias más sólidas de Latinoamérica con una sola mancha dictatorial curiosamente defendida por quienes son adversos al cambio, lo que motiva una segunda reflexión: por una coherencia personal nunca podría votar por quienes solidarizaron por acción u omisión con un régimen que se aprovechó del Estado para asesinar, desparecer personas, torturar y robar a sus propios compatriotas. Sinceramente espero que las generaciones futuras superen este bloqueo emocional, pero para varios que fuimos testigos de ese episodio negro de nuestra historia existe solo un espacio político por el cual movilizarse y este va desde el centro hacia la izquierda.
A muchos nos mueve la esperanza en un futuro mejor, un Chile menos desigual, más inclusivo, sin prejuicios, uno donde la dignidad de la persona sea el centro motivacional que impulse el crecimiento económico hacia el desarrollo y por el cual la gran mayoría estaremos dispuestos a trabajar sin descanso, bajo la certeza que este esfuerzo no solo nos contribuye en lo individual sino también en lo colectivo.
Pero para lograr estos cambios hay que dar oportunidad al reencuentro, a la comprensión de los miedos de quienes eligieron otra opción, y así superar las mentiras o medias verdades repetidas estas últimas semanas, ya que el sueño de cambios se logra con acuerdos y los acuerdos inevitablemente se obtienen haciendo algunas concesiones, más aun considerando que no hay cambio posible sin un Congreso que lo apoye.
Imposible dar certezas, ya que cualquier cambio conlleva riesgos, pero frente a una opción alimentada por la esperanza u otra que mantiene lo que Chile pidió cambiar, elijo esperanza, elijo Boric.