Las fronteras que nos dividen son creaciones humanas. El mundo nació sin fronteras, solo existían las geográficas, las imposibles se sortear como las montañas inaccesibles, los mares eternos, los climas insoportables. El tiempo ha ido alzando las fronteras políticas, culturales, económicas, raciales, religiosas.
Mediante ellas clavamos estacas para delimitar lo que es de uno con el propósito es separar, dividir aguas.
Una vez creadas, habrá que defenderlas, evitar que sean vulneradas, a fin de que terceros, extraños, no se involucren en el país. A pesar de que en un pasado remoto no habría fronteras, no por ello se puede afirmar que no existían conflictos dentro de la vecindad, los que han existido desde siempre. Las guerras se producen por conflictos cuando las partes asumen que lo que se disputa es de uno, y no del otro.
Tales conflictos suelen ser territoriales pero también pueden ser culturales, religiosos, étnicos, económicos, políticos. En tal sentido las fronteras, antes que territoriales, son de otra índole, más divisoras que las geográficas, las que pueden ser de distinta naturaleza, y por lo mismo, los conflictos que han de tener lugar no necesariamente son geográficas.
En un país con determinadas fronteras geográficas, bajo una misma bandera se supone viven personas que comparten una identidad, un idioma, una cultura, una misma mirada o visión de la vida. Sin embargo, nada impide que dentro de un mismo país convivan distintas banderas, culturas, idiomas, creencias en un ambiente de tolerancia, estabilidad y paz, aún cuando existen casos en que no es así. Como en África y Asia, donde existen países en los que coexisten distintas tribus con culturas y costumbres muy distintas entre sí, incluso más, que han sido divididas por las fronteras políticas creadas a partir de herencias coloniales.
Convivencias entre tribus rivales que han dado origen a guerras o conflictos que se perpetúan una y otra vez.
En nuestro continente también muchos de nuestros países no son sino entelequias generadas en tiempos de la colonia o por imposición de terceros bajo la máxima de dividir para reinar.
Las fronteras, cualquiera sea su naturaleza, posibilitan, fomentan las divisiones, las que no necesariamente son malas per se, lo que dependerá de la mirada que se tenga, de la disposición de las partes, de si se persigue un ánimo de dominación o de colaboración. Así como toda frontera puede dividir, también posibilita la unión. Esto vale en todo sentido, ya sea que hablemos de quienes viven en otro país, de quienes tienen otro pensamiento político, tienen otra cultura, o son de otra raza. Si miramos con recelo a quienes no piensan como uno, lo más probable que ese recelo se extienda a otros ámbitos, como el racial o económico.
Por lo general hacemos referencia a las fronteras políticas o geográficas, pero también levantamos fronteras económicas cuando segregamos por situación económica. Es lo que hacemos cuando relegamos a los más pobres a ciertos barrios, mientras los más pudientes se refugian en enclaves lo más distantes posibles de los primeros. Cuando educamos a unos en un lugar y a otros en otro lugar. Existe una tendencia a cavar zanjas para resolver los problemas entre quienes son distintos, o piensan distinto, o tienen distinto color. Así como se pueden cavar zanjas o levantar muros, en su lugar podrían tenderse puentes, facilitar, en vez de obstaculizar el compartir lo que se piensa, cree o quiere, así como el trasvasije de un lugar a otro, o de un pensamiento a otro.
Tenemos una suerte de manía u obsesión con la creación de fronteras, de barreras, en la búsqueda de una suerte de seguridad frente a lo que vemos como una intromisión de lo foráneo. Sin embargo, el camino a la paz, a la convivencia pacífica viene de la mano de lo contrario. Y la mejor prueba de ello es la Unión Europea, la que ha derribado fronteras burocráticas y de toda índole, y no por ello los países que lo integran han perdido su identidad. Todo lo contrario, la han fortalecido. Claro, allá se han vivido dos guerras mundiales, pero han sido capaces de superarlas a menos de medio siglo de terminada la última guerra mundial.
Tampoco podemos decir que está exenta de problemas, ahí está el famoso brexit, así como ahora está la pugna con Polonia y Hungría, países que se resisten a reconocer la supremacía de ciertas disposiciones de la Unión Europea para garantizar el ordenamiento democrático en los países miembros.
Mientras tanto, nosotros, acá en América Latina, a más de doscientos años de nuestra independencia, seguimos comulgando con ruedas de carreta, alimentando nacionalismos fracasados, incapaces de fraguar una Unión Latinoamericana enfrascados en nuestras disputas por fronteras geográficas, políticas, raciales o económicas no obstante que compartimos los mismos problemas.