La pandemia del Coronavirus nos deja una cantidad de lecciones a nivel urbano. En primera instancia, evidenció la precariedad de nuestras viviendas y ciudades, mostrando sus fragmentaciones funcionales y vulnerabilidades de diversa índole.
Una de ellas y quizás la más olvidada es la interacción funcional entre los distintos territorios, lo que nos lleva a reflexionar sobre lo necesario de entender las realidades urbanas como sistemas complejos, en vez de unidades administrativas. En específico, las interacciones entre la población y la vivienda, la educación, el trabajo, los servicios y el comercio.
También evidenció los bajos niveles de habitabilidad que existen en las viviendas y la incapacidad de hacer cuarentenas efectivas en algunas zonas. Es un panorama que no estaba en la palestra y que posiblemente una vez que retornemos a la normalidad, será cada vez más recordado.
Uno de los puntos más importantes con la nueva normalidad es el aumento sistemático de automóviles, producto principalmente de la baja confianza en el transporte público y el aumento de la compra de automóviles.
Esto configura una realidad urbana bastante más compleja de lo que habíamos visto anteriormente, donde las nuevas interacciones, medidas en viajes laborales, de comercio y de ocio, como sus modos de transporte deben ser repensados.
Aumentamos la cantidad de automóviles particulares y no cantidad de calles disponibles, y aun así si existiera, el nivel de contaminación por material particulado será mayor al actual.
Si como ciudades, no somos capaces de reordenar las funciones productivas escolares y recreacionales de la ciudad acordes a su interacción, con una claro sentido sanitario y con un énfasis en la prevención, la normalidad de la vuelta no será duradera.