“Extrañamos las risas despreocupadas de niños y niñas, las pichangas y los juegos en los patios. Echamos de menos las salas de profesores con olor a café y conversaciones apuradas antes de que termine el recreo”. Si las escuelas hablaran, escucharíamos un sinfín de relatos tan diversos como atendibles.
Algunas dirían que no han recibido a sus estudiantes por ya casi un año y medio. Mientras que otras nos contarían cómo -gradualmente- fueron atendiendo a los profesores y alumnos que las suelen habitar.
Si las escuelas hablaran, nos contarían sobre la capacidad que tuvieron sus equipos directivos para repensar sus prácticas y ofrecer respuestas pedagógicas oportunas a los estudiantes que en ellas estudian. Pero, del mismo modo, habrá otras escuchando con sorpresa, puesto que las personas a su cargo, no supieron cómo hacerlo, o no contaron con el apoyo o interés de sus sostenedores.
Si pudiésemos escuchar lo que tienen para decir las escuelas, algunas nos dirían que una vez más, nadie se preocupó de sus viejas goteras y baños inservibles.
Mostrándose avergonzadas de no poder recibir a sus niños y niñas en las mejores condiciones, en caso de que ellos regresaran. Otras, en cambio, estarían sorprendidas por la cantidad de nuevos insumos, cámaras, micrófonos, tablets y otros elementos que, antes de la pandemia, jamás hubiesen pensado en tener.
Algunas nos preguntarían por qué se las usa como vacunatorios, qué sucederá con ellas durante la discusión constituyente, o manifestarían su cansancio ante el aprovechamiento político que reciben en las discusiones públicas donde lo último que se escucha es la búsqueda de soluciones concretas ante lo que sus comunidades realmente necesitan.
Si las escuelas hablaran, nos contarían con desesperanza la impotencia que significa para ellas escuchar acerca de clases por streaming y usar entretenidas plataformas digitales, cuando en sus realidades muchos de sus estudiantes no tienen computadores ni menos acceso a internet.
Si las escuelas hablaran, manifestarían su incomprensión ante el falso antagonismo en el que las han situado, enemistando a aquellas que han logrado abrir y aquellas que aún no lo hacen. Hablarían acerca del diálogo fructífero que han sostenido de manera privada, creando redes silenciosas para así ir aprendiendo de los errores, aciertos y toda la experiencia adquirida en aquellas comunidades que han vivido su proceso de reapertura y quienes se preparan para él. Nos contarían con orgullo cómo sus profesores han logrado compartir estrategias, prácticas y experiencias acerca del acompañamiento y motivación del proceso de aprendizaje junto a otros docentes, aun en las condiciones más adversas.
Las escuelas nos podrían decir esto y muchísimo más.
Es de esperar entonces que aquellos que toman las decisiones en nuestro país, quienes representan gremios y tienen alguna posibilidad de convocar voluntades, escuchen (pero de verdad) lo que tienen que decir las escuelas. No por ellos, ni sus agendas, ni intereses particulares, sino por los niños y niñas que -presencial o remotamente- les dan vida a estos irremplazables espacios.