Después del empate con Argentina como visita, una sensación de alivio recorrió el país. Se jugó bien, de igual a igual, se remontó una desventaja. Se recuperó la confianza en el plantel donde el peso de la generación dorada sigue en pie.
Ese era el partido difícil en esta ronda, dado que el que seguía era ante Bolivia como local, partido que se daba por ganado, dada la historia, la tradición y el peso de los jugadores. Se sabe que ya no hay partidos fáciles, que las diferencias futbolísticas entre los países latinoamericanos se han estrechado. Así y todo, estas diferencias persisten. Ya no hay pan comido, pero así y todo, estadísticamente, la historia sigue pesando, pero en ningún caso es definitoria. El partido con Bolivia fue un claro ejemplo de ello.
Chile dominó sin contrapeso en términos futbolísticos, de minutos de juego con la pelota. Los primeros minutos fueron de miedo con ataques demoledores, que la diosa fortuna no quiso se concretaran en goles. Con el pasar de los minutos la intrascendencia empezó a campear. Empezó a parecer una pichanga de barrio, con lindas jugadas, muchos tiros de esquina, poco finos en los disparos finales. En concreto, faltos de gol.
Se farreó una oportunidad de zafar, de avanzar. Todo ha vuelto a fojas cero, a ponerse cuesta arriba. Se sabía que no había que confiarse, pero así y todo, se confió en que se ganaba. Los partidos hay que jugarlos para ganarlos, no se pueden ganar sin jugarlos. Es de Perogrullo. Que esto sirva, una vez más, para darnos cuenta que como en todas las cosas de la vida, la historia pesa, pero no es definitoria.
Son cosas del fútbol pero extrapolables a otros ámbitos de la vida, como la política. Los partidos hay que jugarlos. Siempre habrá favoritos, pero ello no garantiza victoria alguna. Así como no hay que cantar victoria antes de tiempo, tampoco hay que entrar en un estado depresivo. Las caídas son para levantarse. Las derrotas enseñan y dicen mucho más que los triunfos. Así que arriba el ánimo.