En medio de las desoladoras noticias de Medio Oriente he recordado más de una vez una frase que me dijo, hace décadas, un funcionario del gobierno de Israel: “La paz es inevitable”.
Se refería al largo conflicto con los árabes en general y los palestinos en particular. Los enfrentamientos que han ensangrentado al país de la Bíblia se agudizaron desde los comienzos del siglo XX. Tras la proclamación del Estado de Israel en 1948 se convirtieron en guerras declaradas. En todas ellas triunfó el ejercito judío pese a luchar contra fuerzas más numerosas.
Ha habido treguas, pero nunca un acuerdo definitivo de paz. En las últimas décadas grupos irregulares de palestinos, recurriendo a la violencia, no han cejado en su desigual lucha contra las bien equipadas tropas israelíes.
El episodio más reciente, este año, finalizó solamente cuando Israel y Hamas anunciaron un alto al fuego. En poco más de dos semanas murieron 248 personas en la Franja de Gaza, controlada por Hamas, incluidos 66 niños, y más de 1.900 heridos, aparte de la destrucción de casas, edificios públicos y privados. En Israel, provisto de un eficiente escudo anti balístico, se registraron trece muertes.
Pareciera que no hay espacio para la paz.
Sería torpe afirmar que el responsable es Yigal Amir, el extremista israelí de derecha que asesinó al primer ministro Isaac Rabin en noviembre de 1995. Pero la historia, sin ese crimen, podría haber sido mucho mejor.
Rabín, el “general de la victoria” en la Guerra de los Seis Días, en 1967, llegó años después a la conclusión de que los triunfos bélicos nunca asegurarían la paz. En 1993, con el apoyo de su ex rival político Shimon Peres, aceptó negociar secretamente con Yaser Arafat, líder de la Organización para la Liberación Palestina. En septiembre de ese año firmó en Washington los llamados Acuerdos de Oslo. Arafat regresó a Gaza como titular de un gobierno autónomo con autoridad inicialmente sobre la Franja de Gaza y Jericó, que se extendería más tarde a otros territorios de Cisjordania. Rabin firmó también el Tratado de Paz alcanzado con el rey Hussein de Jordania, en octubre de 1994.
En su discurso en la Casa Blanca, tras la firma del acuerdo, se dirigió a Arafat y le dijo: “Nosotros que hemos luchado contra ustedes, los palestinos, les decimos hoy en voz alta y clara, ya basta de sangre y lágrimas, ¡basta!”.
No todos sus compatriotas estuvieron de acuerdo. Peor aún: algunos lo culparon de traidor. Y, como está dicho, un exaltado le dio muerte.
El país que se construyó sobre la terrible experiencia de los seis millones de judíos muertos por los nazis, empezaba a renegar de su pasado. Se fue olvidando el componente heroico del retorno a la tierra prometida de comienzos del siglo XX. Se dejó crecientemente de lado la convivencia positiva con los árabes. Con una ira propia del Antiguo Testamente, desde el poder la derecha de Israel rechazó cualquier acuerdo de paz.
Benjamín Netanyahu, Primer Ministro desde 2009, quien antes había ocupado importantes cargos en el gobierno, extremó esta política. Intransigente, contrario a todo diálogo, logró significativos apoyos electorales, pero también ganó un creciente rechazo, internándose en un callejón sin salida.
Las señales, tras la brutal embestida de mayo, son que -paradojalmente- la paz todavía es posible.
Es lo que pensaba Rabin.