No todos vemos la realidad del mismo modo. El árbol cuyas hojas son mecidas por el viento, disfruta de una forma especial las caricias de la tarde, y quiénes le observan podrán tener desde esa subjetividad más íntima, distintas percepciones de ese árbol, de esas hojas, de ese viento que cual comparsa, alegra y distrae a las tardes del otoño.
Así como las hojas del árbol, así como el árbol respecto del bosque, si bien comparten lo esencial, ninguno de esos árboles, así como ninguna de esas hojas, es idénticas entre sí. La diversidad constituye -de alguna forma-, el juego caprichoso de los dioses.
No es común que una carta fundamental se detenga patentemente en torno al tema. La neurodiversidad trae consigo ciertos principios morales esenciales, como la dignidad, por ejemplo, procede a estatuir un reconocimiento igualitario respecto de todos y cada uno de los miembros de la comunidad social. En efecto, es precisamente la dignidad humana el mecanismo primordial a partir del cual es posible aseverar que entre todos rige una igualdad, que comporta a su turno, el respeto del individuo como legítimo otro, tanto con relación a los demás seres humanos, cuánto también con relación al reconocimiento que el Estado le debe a ese individuo.
Decir, sin embargo, que todos somos iguales no comporta sino la idea de evitar las diferencias o discriminaciones arbitrarias. Antes bien, todos los seres humanos son únicos. La dignidad implica el reconocimiento a ese carácter esencial del ser humano. Toda persona es un ser único en sí misma, y en ese carácter, tanto los demás individuos como el Estado, se hallan en el imperativo jurídico y moral de valorar, de respetar, incluso, por qué no, de promover la diferencia. En principio y jurídicamente no existe (o no debiera existir) diferencia alguna por aspectos tales como la raza, sexo, orientación política, educación, etc. Pero los seres humanos pueden manifestar diferencias con relación a la especial forma en que perciben y se insertan en la realidad. Y esa especial forma que alude lo que actualmente se denomina neurodiversidad, no puede ser óbice para establecer diferencias arbitrarias respecto de aquellos que, por su particular formación, tienen una visión distinta de la realidad y del entorno.
Un Estado, consciente de su servicialidad, no solo debe promover el respeto de dicha neurodiversidad, sino que también se halla en el imperativo de adoptar políticas públicas que propendan efectivamente a la integración de esas personas en el concierto social. No basta, por tanto, una mera declaración de principios, debe existir el compromiso honesto de la autoridad en generar las instancias que permitan a todos y cada uno de los habitantes de la nación, su máximo desarrollo material e intelectual posible. Y en ese cometido esencial se encuentran especialmente aquellos que, en atención a su específica visión del mundo, no solo pueden, sino que deben ser parte de los esfuerzos que la comunidad política desarrolla para materializar aquello que hemos denominado dignidad.
(*)Doctor Académico Escuela de Derecho Universidad de Las Américas