Parajes asombrosos, cuerpos perfectos y rostros divinos, pero a razón de un chroma key indiscriminado, encuadres forzados, filtros de Snapchat o aplicaciones como Facetune. Viajes a sitios exóticos, automóviles exclusivos y jets de lujo, pero con dinero ajeno, como fue el caso de Simon Leviev, el estafador de Tinder.
La distorsión de la verdad, común denominador de aquellos que hacen de las redes sociales su hábitat natural y centro de operaciones comerciales. Son los llamados “influencers”, celebrities digitales, un grupo de especialistas express en belleza, salud, comidas, viajes y fashion.
Teóricos como Gilles Lipovetsky o Jean Serroy plantean el fenómeno como el consumo de contenidos devenidos en una “reproducción del mundo a la medida de nuestros deseos”: efímero, desechable, falso. Mi abuelita, en cambio, lo habría dicho de forma más sencilla y digerible: “no todo lo que brilla es oro m’hijito”.
El problema se acentúa todavía más cuando consideramos que un buen número de YouTubers, TikTokers, streamers, influencers y cuanta fauna digital parecida exista, comienzan a ganar en un año, diez veces más dinero que un trabajador promedio en toda su vida. Ley de mercado dirán algunos, después de todo, Lionel Messi tampoco es culpable de poseer 420 millones de dólares como patrimonio; sí, pero a lo menos este futbolista, según los entendidos, le pega a la pelota como ningún otro, en cambio el resto baila, hace lip sync, toma tragos de golpe, escala cornisas o ejecuta un indefinible número de excentricidades autotélicas, de francamente discutible valor. Así y todo, millones de almas les siguen como si de profetas o mediadores a la trascendencia se tratara.
Es en este contexto, que quien toma su celular para “entretenerse por 20 segundos”, puede transformase, rápida e inconscientemente, en un “bueno para nada durante dos horas”. La cara oscura de lo digital, entonces, se transforma en peligro social, en una subversión de la realidad y hasta en problemas de salud mental (ya hay comunidades científicas que estudian el FOMO -fear of missing out- o miedo a perderse de algo en las RR.SS.).
El problema de base es toda una generación que, bajo la ley del mínimo esfuerzo, considera que se pueden obtener inmensos dividendos; no importa si lo que se comparte a miles de seguidores es un artefacto “Rube Goldberg” (estructuras complejas que realizan trabajo intrascendente) o un nuevo montaje musical, “Llama Trina”, de la colombiana María Fernanda Walker (Mafe Walker), quien se supone habla con alienígenas.
No interesa el fondo o el contenido, solo la forma o el contenedor. Basta entretener, pasar el rato o las horas, evadirse, escapar de la gravedad de la vida, aunque eso signifique perder conversaciones importantes, descubrir el remedio contra el cáncer o un amor para toda la vida. ¡Qué más da!, mejor darse un pequeño pinchazo mental en TikTok, unas gotas de anestesia digital que hagan olvidar nuestra responsabilidad en el mundo.
* Maciel Campos Director (I) Escuela de Publicidad y Relaciones Públicas Universidad de Las Américas